Un trato con el rey de los elfos

No conozco a esta mujer cuyo vestido está más en orden que su vida. Estoy acostumbrada a tener las cosas bajo control. Siempre he tenido un plan, desde la infancia hasta la academia.
Pero ahora... he ganado un castillo y una corona que jamás pedí, y he perdido todo lo que había querido en la vida.

La luz del sol entra por las vidrieras detrás del Custodio. Impacta contra mis hombros, pero no es capaz de iluminar el oscuro vacío que crece en mi interior. Estoy rodeada de gente que abarrota las pulcras filas de bancos de madera de secuoya, tallada a partir de los inmensos árboles que rodean el templo, y aún así, me siento sola.

Pero darte cuenta de que deseas besar a alguien hace que todo sea una agonía. Si todavía pensara que éramos solo amigos, podría haberlo besado ya varias veces como reto, o por capricho, o si él me lo hubiera pedido. Podría haber estado con él sin que mi estómago diera volteretas.
Pero este deseo hace que cada momento entre nosotros sea insoportable. Sobre todo, porque no puedo besarlo. Hacerlo sería cruel... para los dos.

Todos deseamos lo que no podemos tener, incluso la propia magia.

El amor es una distracción peligrosa de las obligaciones de uno.

El rostro del Rey de los Elfos, etéreo, apuesto, joven, duro como un diamante, es tan bello como aterrador. Es como una flor venenosa: deslumbrante y letal. Este, pienso cuando sus ojos centellean de un azul aún más brillante, es el rostro de la muerte.

Hay solo dos razones por las que los elfos vienen a nuestro mundo: guerra o esposas. En los dos casos, vienen a causar muertes. Vienen hoy.

Si siempre estás caminando por encima de la gente, te arriesgas a caminar sobre ellos, Eldas. Y así es como te haces enemigos.

-¡Me respetarás! grita Eldas.
-¡Sé alguien digno de respeto primero! Cierro la puerta detrás de mí.

Si siempre caminas por encima de la gente corres el riesgo de pisotearla. Y así nunca harás amigos.