Ritos funerarios

Noto la lengua tan cansada que se me desploma en la boca como un pájaro muerto, todo plumas mojadas, entre las piedras de mis dientes.

Tengo tan a menudo la impresión de apenas estar aquí que notar el peso de algo me recuerda mi propia existencia.

Criminal. La palabra se queda suspendida en el aire. Pesada, inmune a las embestidas del viento. Quiero negar con la cabeza. Esa palabra no me corresponde, quiero decirle. No se ajusta a mí ni a quien soy. La mía es otra, esa palabra le corresponde a otra persona. Pero ¿qué sentido tiene protestar por el lenguaje?

Dicen que debo morir. Dicen que le robé el aliento a unos hombres y que ahora ellos deben robarme el mío.

Un hombre sin un libro está ciego.

La gente afirma conocerte por las cosas que has hecho y no porque se hayan sentado contigo a escuchar lo que tengas que decir. No importa cuánto te esfuerces por llevar una vida temerosa de Dios. En este valle, si cometes una equivocación, nunca se olvida. Y da lo mismo que en tu fuero interno susurres: «¡No soy como decís!». Lo que piensan los demás de ti determina quién eres.

Es una cosa buena que no me quede nadie a quien amar. Nadie a quien enterrar.

Puedo volver a ese día como si fuera la página de un libro. Está escrito tan profundo en mi cabeza que casi noto el sabor de la tinta.

Somos hijos de Dios -se dijo-. Esta mujer es mi hermana en Cristo y yo, como sí hermano espiritual, debo guiarla de vuelta a casa.
Sonrió y puso el caballo en tölt.
-La voy a salvar -musitó