El pasado es el juguete del presente, un muñeco gratificante, incapaz de replicar. Y en ninguna parte esto es tan cierto como en la vida sexual.
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El pasado es el juguete del presente, un muñeco gratificante, incapaz de replicar. Y en ninguna parte esto es tan cierto como en la vida sexual.
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Es extraño que la palabra «cazamaridos» se emplee exclusivamente para mujeres que entablan relaciones con hombres para un ascenso social y económico. Los más grandes cazadotes de la Belle Époque fueron aristócratas franceses e ingleses que se casaban con herederas norteamericanas para renovar su pedigrí, reactivar el concepto que tenían de sus derechos y fortalecer su saldo bancario.
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Todo retrato pintado con sensibilidad es un retrato del artista, no del modelo. El modelo no es más que el accidente, la ocasión. El pintor no le revela a él, sino que más bien se revela a sí mismo en el lienzo coloreado.
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Un artista pinta un retrato, o una versión, o una interpretación, que celebra al modelo en vida, lo conmemora después de su muerte y quizá despierta la curiosidad del espectador siglos más tarde e incluso más allá.
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Uno de los consuelos de la vejez es que te libera del infantil miedo al ridículo.
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¿Qué induce al presente a tener ese afán de juzgar el pasado? Siempre hay neurosis en el presente, que se cree superior al pasado, pero no logra deshacerse de la persistente inquietud de que pudiera no serlo. Y por detrás de esto asoma otra pregunta: ¿con qué autoridad lo juzgamos? Somos el presente, existe el pasado: a la mayoría esto suele bastarnos. Y cuanto más retrocede el pasado, tanto más atractivo se vuelve simplificarlo. Por grave que sea nuestra acusación, nunca contesta, permanece en silencio.
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El motivo del lector, querer comprender el proceso de la creación literaria, es por supuesto legítimo, pero en última instancia resulta fútil, pues a menudo ni siquiera el novelista más consciente es capaz de explicar adecuadamente lo que hace y cómo surge.
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Es una sensación rara, y más rara que dolorosa, comprender de pronto, bruscamente, sin previo aviso, casi sin haberlo visto venir, que tu vida se ha acabado. Sigues vivo, en un estado de mayor o menor deterioro, y todavía aguantas con tus facultades intactas, pero ya tus gustos son inadecuados para los vigentes; has caído en desuso y te has convertido en un extraño para la misma civilización contemporánea que antaño encabezabas, pero cuyas manifestaciones actuales no te lastiman o escandalizan tanto como su grado hueco y fútil.
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El pasado es el juguete del presente, un muñeco gratificante, incapaz de replicar (y mucho menos de demandar por difamación o de retar al presente a un duelo).
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Después, cuando Whistler vio que la figura que había creado coincidía con la del hombre vivo que tenía delante, gritó, según Montesquiou, «lo más bello de todo lo que ha dicho nunca la boca de un pintor». Fue lo siguiente: «Vuelve a mirarme un momento y estarás mirándote para siempre.» Fue un momento de intenso autobombo, por supuesto, pero también una garantía para un compañero esteta: el arte perdurará y mientras dure mi Arreglo en negro y oro, ni tú ni yo moriremos.
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