Cuando la miro a los ojos, pierdo la noción del tiempo y del espacio. Se me nubla la razón, mi juicio desaparece y me pierdo en el paraíso que hallo en su mirada.
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Cuando la miro a los ojos, pierdo la noción del tiempo y del espacio. Se me nubla la razón, mi juicio desaparece y me pierdo en el paraíso que hallo en su mirada.
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Anhelo acariciar sus ruborizadas mejillas y susurrarle al oído cuánto la adoro, hasta qué punto me ha robado el corazón y lo imposible que se me antoja la idea de vivir sin usted.
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«Yo siempre hablo en serio cuando se trata de asuntos del corazón».
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Estar tan cerca y no poder tocarla resulta una agonía. Su ceguera frente a mis sentimientos es un tormento diario y el amor que siento me está llevando al borde de la locura.
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Siempre me gustó eso de ella. Nunca me regañaba cuando había alguien delante para ser testigo de mi vergüenza.
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La gente perdía demasiado tiempo anhelando cosas que nunca podrían ser suyas y decidí que lo mejor era aprovechar la felicidad que se nos brindaba.
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—¡Se pone tan adorable cuando me insulta! Di media vuelta con brusquedad y me encaminé hacia los caballos. ¡Qué hombre tan escandaloso, poco decoroso y odioso! Nunca me dejaría tranquila; nunca se conformaría con ser solo mi amigo; ¡y siempre me haría sentir infantil y azorada con su coqueteo infernal! Me sentía alterada u avergonzada por un millón de razones, entre ellas el haber pensado en besar a aquel hombre escandaloso, poco decoroso y odioso. |
—Prometo no amarla por compasión —murmuró. Me ruboricé ante la idea de pronunciar las palabras «prometo» y «amar» en una misma frase… dirigida a Philip. Sin embargo, tenía que devolverle la promesa o estaría siendo muy descortés. —Y yo prometo no amarle por su fortuna. |
—No creo haber conocido a ninguna dama como usted, señorita Marianne Daventry, y lamentaría muchísimo olvidar un solo detalle de esta noche. Me quedé sin respiración y el rubor se extendió por mi rostro hasta las orejas. Supe en ese instante, en lo más profundo de mi ser, que yo no era rival para aquel hombre, ni con mis jueguecitos, ni con mi confianza, ni con mi ingenio. (…) |
Cecily era el sol y yo la luna. A pesar de ser mellizas, no nos parecíamos más que dos hermanas corrientes. Muy pronto se había hecho evidente que Cecily había recibido más belleza de la que le correspondía en el reparto, por lo que también era mayor la atención que recibía. Por mi parte, aunque a veces deseara brillar con luz propia, estaba acostumbrada a que mi papel fuera reflejar la luz de mi hermana. Había crecido eclipsada por su resplandor y aunque mi tenuidad no me entusiasmaba, al menos sabía cómo desempeñar mi papel y cómo dejar que Cecily brillara. En definitiva, conocía cuál era mi lugar dentro del mundo.
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