Era la hija de las prisas, la que más alerta estaba cuando ni siquiera se necesitaba vigilancia; la hija que se hizo mayor corriendo pero sin participar en ningún campeonato y, a veces, sin que la llamara nadie, sólo por salir pitando.
—Trotera, danzante, perillana... —me repitió todavía mi padre nada más verme entrar en la habitación del Sanatorio de Escalda, donde llevaba mes y medio desahuciado, cuando ya las palabras no tenían en sus labios la resonancia de la imprecación, apenas una enumeración resignada y cariñosa.