Nada recordaba todavía la idea del pasado o del futuro. Ni siquiera había espacios consagrados para aquellos que ya no nos acompañan. La muerte misma no había tenido tiempo de reclamar su imperio ni de limitar su territorio.
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Nada recordaba todavía la idea del pasado o del futuro. Ni siquiera había espacios consagrados para aquellos que ya no nos acompañan. La muerte misma no había tenido tiempo de reclamar su imperio ni de limitar su territorio.
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La lluna llena comenzaba a elevarse por encima de la pradera que acabábamos de atravesar. La mitad de su disco aparecía solitario sobre el horizonte como si de una misteriosa puerta se tratara, a través de la cual nos llegara una luz de otro mundo. El rayo se reflejaba sobre el agua del río y llegaba rielando hasta mí. Sobre el camino trazado por esa pálida luz vacilante avanzaba la piragua india.
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¡Otro contratiempo!, con el calor se habían echado a perder nuestras provisiones, así que por todo alimento nos vimos reducidos a comer un pequeño pedazo de pan, el único que habíamos conseguido encontrar en Flint River. Si a esto se añade la nube de mosquitos, que atraídos por la proximidad del agua, debíamos espantar con una mano mientras con la otra tratábamos de acercarnos el pan ala boca, se hará uno una idea de en qué consiste una merienda campestre en medio de la selva virgen.
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Allí la escala se encuentra totalmente invertida; sumergido en una profunda oscuridad y reducido a sus propias fuerzas, el hombre civilizado avanza a tientas, incapaz de orientarse en el laberinto que atraviesa o de encontrar los medios para sobrevivir. En cambio, es en medio de esas dificultades donde triunfa el salvaje; para él el bosque carece de secretos, se encuentra allí como en su casa y avanza con la cabeza erguida, guiado por un instinto más seguro que la brújula del navegante. En la copa de los árboles más altos, bajo el follaje más espeso, su ojo descubre la presa cerca de la cual el europeo hubiera podido pasar cien veces en vano.
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La casa del emigrante carece de separaciones interiores o de granero. En la única estancia que la forma, la familia entera se recoge al atardecer. Esta morada constituye por sí misma un pequeño mundo. Es el arca de la civilización perdida en medio de un océano de verdor, una suerte de oasis en mitad del desierto. A su alrededor, cien pasos más allá, la selva eterna extiende su sombra y la soledad comienza de nuevo.
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Nación de conquistadores, que acepta domesticar la vida salvaje sin dejarse nunca seducir por sus encantos, que sólo aprecia de la civilización y de las luces su utilidad para alcanzar el bienestar y que se adentra en las soledades americanas con un hacha y unos periódicos; gente que, como todos los grandes pueblos, persigue una sola idea y avanza hacia la adquisición de la riqueza, único fin de sus fatigas, con una perseverancia y un desprecio a la vida que uno estaría tentado de llamar heroísmo si tal nombre se acomodara a algo distinto de la virtud.
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Un pueblo antiguo, el primero y legítimo dueño del continente americano, se va fundiendo día a día como la nieve bajo los rayos del sol y desaparece de la faz de la tierra a ojos vista, mientra que, en ese mismo lugar y ocupando su sitio, otra raza crece todavía con mayor rapidez. Es ésta última la que destruye los bosques y deseca los pantanos, mientras lagos semejantes a mares y ríos inmensos se oponen en vano a su marcha triunfal. De año en año las soledades se transforman en pueblos y los pueblos en ciudades.
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Uno se siente orgulloso de ser hombre y al mismo tiempo siente una especie de amargo pesar por el poder que Dios nos ha concedido sobre la naturaleza. El alma se siente agitada por ideas y sentimientos antagónicos, pero todas las impresiones que recibe son intensas y dejan una profunda huella.
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Identificados con las soledades de América por gusto e inclinación y con Europa por religión, principios e ideas, mezclan el amor por la vida salvaje con el orgullo de la civilización y prefieren los indios a sus compatriotas sin por ello reconocerlos como iguales.
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Pero ¿qué valor tiene la vida de un indio? […]En medio de esta sociedad tan prudente, tan mojigata, tan pedante en lo tocante a la moralidad y la virtud, uno descubre una insensibilidad completa, una suerte de egoísmo frío e implacable cuando se trata de los indígenas americanos. […] Aquí, como en cualquier otra parte, el mismo sentimiento despiadado anima a la raza europea.
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Es un poema épico griego compuesto por 24 cantos, atribuido al poeta griego Homero. Narra la vuelta a casa, tras la guerra de Troya, del héroe griego Ulises