“Viví en aquel bloque de pisos entre los seis y los veintiún años… lo único que recuerdo es un edificio lleno de mujeres. Apenas recuerdo a ningún hombre” En efecto, la cosa va de mujeres —los hombres solo sirven de excusas temáticas—, en concreto, de Vivian Gornick, una mujer judía que creció junto a dos modelos que no quería repetir y que odiaba descubrir en sí misma: su madre, para quién el amor era lo más importante en la vida de una mujer, y una gentil casada con un judío que vivía en el mismo edificio y que “no conocía otra manera de sentirse mejor que provocando el deseo a su paso”. “Nettie quería seducir, mamá quería sufrir y yo quería leer” Madre e hija nunca se llevaron bien. A pesar de ello, ambas disfrutan de sus paseos por las calles de Nueva York. Mientras conversan y recuerdan su vida junto a aquellas familias judías con las que compartían un bloque de pisos en el Bronx, los lectores vamos descubriendo cuánto se parecen madre e hija a pesar de todo. “… dos mujeres con inhibiciones sorprendentemente similares unidas en virtud de haber vivido una dentro de la esfera de la otra casi la totalidad de nuestras vidas… llevamos toda la vida confusas acerca de quiénes somos, y cómo llegar a serlo…” La madre desplegaba una fuerte personalidad, tuvo una juventud muy activa políticamente y, no obstante, eligió, primero, vivir en el AMOR a su marido (“Un sentimiento elevado, de naturaleza espiritual y tinte moral”) y después, tras su muerte, en el sufrimiento sin él. Ahora siente que no vivió la vida que le estaba destinada, una profunda carencia que le lleva incluso a sentir celos de la vida que lleva su propia hija, a no valorar nunca explícitamente sus logros, a criticar constantemente sus relaciones. Como había renunciado a todo lo demás, se aferraba a ese dolor del mismo modo que una parte importante de la comunidad judía vive confortablemente alojada en su “tragedia” (”Somos un pueblo maldito… Periódicamente somos destruidos, volvemos a plantar cara a la adversidad y renacemos. Ese es nuestro sino”), una “tragedia” que, creen, les confiere un halo de superioridad sobre el resto de los mortales. “Incapaz de obtener lo que esperaba de la vida, lo que pensaba que le hacía falta, lo que sentía que le era debido, mi madre desapareció bajo un manto de infelicidad. Bajo este manto se sentía frágil, inválida y digna de lástima… En secreto, consideraba su estado de depresión como una muestra de sensibilidad, de que poseía sentimientos más intensos y un espíritu refinado.” Gornick, por su parte, parece culpar a la madre de su estado (“Me siento desolada, sin dirección ni objetivo en la vida… Mi madre se da cuenta de que me he hundido. No dice nada. Seguimos caminando, ninguna de las dos abre la boca”), le echa en cara aquella atmósfera de dolor que envolvió su adolescencia y que dominaba en buena parte sus acciones, tanto que, como acto de rebeldía, buscó la amistad de la tan criticada por su madre vecina Nettie, una mujer que no sabía ni quería ocuparse de la casa ni de su hijo y que solo se sentía segura en compañía de hombres. Tres mujeres que forman un triángulo de amor-odio en el que “cada una identificaba en las otras un repertorio de rasgos indeseables de los cuales se mantenía apartada”, una enganchada a la “práctica diaria de la seducción”, otra necesitada de AMOR pero que encontró su refugio en el DOLOR, y la tercera, Gornick, sublevada frente al destino de tener una “vida femenina ideal y corriente” sin poder desprenderse completamente de esa idea, que no podía procurarse un “matrimonio decente” ni apartarse totalmente de él. Esta ambivalencia, estos “apegos inadecuados”, iban a marcar sus relaciones con los hombres, a los que echaba la culpa de sus fracasos sentimentales, a los que les reprochaba que tuvieran miedo de mujeres como ella, con los que con frecuencia mantenía relaciones basadas casi exclusivamente en el sexo. “Si un hombre era bajo o estúpido o inculto o extranjero, me sentía lo suficientemente superior como para arriesgarme a abrirme a la ternura. Podía sentirme incómoda en el ámbito social, pero me hallaba liberada” En definitiva, un texto valiente y potente sobre las relaciones madre-hija y sobre el proceso de cambio que se ha venido produciendo en las mujeres a lo largo de las últimas décadas a la hora de determinar lo que es importante en sus vidas y de establecer la nueva forma de relacionarse con los hombres. “No he tenido éxito. Ni en el amor ni en el trabajo, ni en mis esfuerzos por llevar una vida ejemplar. También es cierto que no he tomado decisiones, no he tomado partido, que en mi vida he avanzado a traspiés porque estaba enfadada y tenía celos del mundo que quedaba fuera de mi alcance. Pero ¡aun así! ¿Es que no merezco reconocimiento por haber dado con una buena idea, mamá? ¿La de que una debería intentar vivir su propia vida? ¿Eso no cuenta, mamá? ¿Eso no cuenta nada, mamá?” P.S. No quiero terminar el comentario sin traer aquí un bello texto sobre Gornick y su proceso de creación y lo que ello significó en su vida: “Estaba escribiendo un ensayo, un artículo de crítica del doctorado que, sin previo aviso, había dado como fruto una idea, una idea radiante y bien definida. Las frases comenzaron a abrirse camino en mi interior, pugnando por salir, cada una moviéndose ágilmente para sumarse a la precedente. De pronto me di cuenta de que una imagen se había adueñado de mí: vislumbré con claridad su forma y su contorno. Las frases intentaban ocupar la forma. La imagen era la totalidad de mi pensamiento. En ese instante, sentí que me habría en canal. Mi interior se vació para dar cabida a un rectángulo de aire limpio y espacio despejado, que comenzaba en mi frente y terminaba en mis inglés. En el centro del rectángulo, solo mi imagen, esperando con paciencia para depurarse. Experimenté gozo cuando supe que nada más podría igualarlo. Ningún «Te quiero» del mundo podría tocarlo. Dentro de aquel gozo me sentía segura y erótica, emocionada y en paz, a salvo de cualquier amenaza o influencia. Comprendí todo lo que necesitaba comprender para poder actuar, vivir, ser.” + Leer más |