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Clarice Lispector
A veces tengo la impresión de que escribo por simple curiosidad intensa. Es que, al escribir, me doy las sorpresas más inesperadas.
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Calificación promedio: 5 (sobre 43 calificaciones)
/Homenaje - Centenario del natalicio de Clarice Lispector
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Clarice Lispector
A veces tengo la impresión de que escribo por simple curiosidad intensa. Es que, al escribir, me doy las sorpresas más inesperadas.
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La hora de la estrella de Clarice Lispector
Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo: estoy de sobra y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo porque soy un desesperado y estoy cansado, no aguanto más la rutina de serme y si no fuese la sempiterna novedad de escribir, me moriría simbólicamente todos los días.
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La hora de la estrella de Clarice Lispector
Está claro que, como todo escritor, estoy tentado a usar términos suculentos: conozco adjetivos esplendorosos, carnosos sustantivos y verbos tan elegantes que atraviesan agudos el aire en busca de acción, ya que la palabra es acción, ¿o no están de acuerdo? Pero no voy a adornar la palabra porque si llego a tocar en el pan de la muchacha, el pan se convertirá en oro y la joven (ella tiene diecinueve años) y la joven no podría morderlo y moriría de hambre. Tengo entonces que hablar de un modo sencillo para captar su delicada y vaga existencia.
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La hora de la estrella de Clarice Lispector
Soy un hombre que tiene más dinero que los que pasan hambre, lo que me convierte de algún modo en alguien deshonesto. Yo sólo miento en la hora exacta de la mentira. Pero cuando escribo no miento. ¿Qué más? Sí, no tengo clase social, marginal que soy. La clase alta me tiene como un monstruo raro, la clase media desconfía de que yo pueda desequilibrarla, la clase baja nunca viene a mí.
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La hora de la estrella de Clarice Lispector
Me dedico a la nostalgia de mi antigua pobreza, cuando todo era más sobrio y digno y todavía jamás había comido langosta.
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La pasión según G. H. de Clarice Lispector
La desheroización de mí misma está minando subterráneamente mi edificio, cumpliéndose sin yo saberlo como una vocación ignorada. Hasta que por fin me sea revelado que la vida en mí no tiene mi nombre. Y tampoco yo tengo nombre, y este es mi nombre. Y porque me despersonalizo hasta el punto de no tener nombre, respondo cada vez que alguien dice: yo. La desheroización es el gran fracaso de una vida. No todos llegan a fracasar, porque es demasiado trabajoso, es preciso subir antes penosamente hasta llegar por fin a la altura desde la que se puede caer; solo puedo alcanzar la despersonalización del mutismo si antes he construido toda una voz. Mis civilizaciones eran necesarias para que yo subiese hasta el punto de tener de dónde descender. |
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La pasión según G. H. de Clarice Lispector
Es una metamorfosis donde pierdo todo lo que tenía, y lo que tenía era yo; solo tengo lo que soy. Y ahora, ¿qué soy? Soy: estar de pie ante un espanto. Soy: lo que he visto. No entiendo y temo entender, la materia del mundo me espanta, con sus planetas y sus cucarachas.
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Felicidad clandestina de Clarice Lispector
Así, cuando emergía, era una criada. A quien llamaban constantemente desde la oscuridad de su atajo para funciones menores, para lavar la ropa, secar el piso, servir a unos y a otros. ¿Pero servía realmente? Pues si alguien prestase atención, vería que ella lavaba la ropa - al sol; que secaba el piso - mojado por la lluvia; que extendía las sábanas - al viento. Ella se las arreglaba para servir mucho más remotamente, a otros dioses. Siempre con la entereza de espíritu que había traído del bosque. Sin un pensamiento: apenas cuerpo en movimiento calmo, rostro pleno de una suave esperanza que nadie da y nadie quita. (La criada) |
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La pasión según G. H. de Clarice Lispector
Miré la habitación donde yo misma me había hecho prisionera, y busqué una salida; desesperadamente intentaba escapar, y había retrocedido tanto dentro de mí, que mi alma se había pegado a la pared, sin poder siquiera impedirme, sin querer impedirme ya, fascinada por la certidumbre del imán que me atraía; [...]. Había retrocedido hasta la médula de mis huesos, mi último reducto.
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Cerca del corazón salvaje de Clarice Lispector
Dio una carrerita y se paró, mirando sin curiosidad las pare‑ des y el techo que rodaban y se desmoronaban. Anduvo de pun‑ tillas pisando las tablas oscuras. Cerró los ojos y empezó a an‑ dar con las manos extendidas hasta encontrar un mueble. Entre ella y los objetos había siempre alguna cosa, pero cuando cogía aquella cosa con la mano, como si fuera una mosca, y después la miraba —tomando grandes precauciones para que no se esca‑ pase—, encontraba solo su propia mano, rosa y decepcionada. ¡Ya lo sé, es el aire, el aire! Pero no servía de nada aquello, nada explicaba. Ese era uno de sus secretos. Nunca se permitiría con‑ tarle a nadie, ni siquiera a papá, que no conseguía nunca agarrar «aquella cosa». Lo que de verdad más le interesaba no lo podía contar. Solo decía tonterías cuando hablaba con las personas. Cuando le contaba, por ejemplo, algunos secretos a Rute, luego la odiaba. Lo mejor era callar.
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Quién escribió: 1984.