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Niños en el tiempo de Ricardo Menéndez Salmón
La paternidad es una provincia pedagógica; la orfandad es una escuela desolada. El discípulo, aquel que ha aprendido por necesidad y por sentido del deber las obligaciones de ser padre, se convierte en un salvaje a quien los pronombres fallan, los sustantivos hieren, los verbos esquivan.
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Ricardo Menéndez Salmón
No hemos comprendido que la dignidad más alta que poseen las personas consiste en el derecho a abandonar sus vidas cuando lo desean. No hemos comprendido que no merece la pena vivir por lo que no se está dispuesto a morir (página 127)
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No entres dócilmente en esa noche quieta de Ricardo Menéndez Salmón
...clarificar el origen de uno mismo es una de las escasas pesquisas que merece la pena abordar (página 116)
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No entres dócilmente en esa noche quieta de Ricardo Menéndez Salmón
Dejar la casa en la que se ha crecido es como cambiar de país. Quizá sea la mudanza más importante en la vida. Más que el matrimonio o que el trabajo. Más incluso que tener un hijo. Porque es tu propio yo, un yo irrecuperable, lo que queda atrás. Al observar por el retrovisor descubres al rey desnudo, un cuerpo que ya no volverá. Es la muda de la serpiente, el harapo de lo que fuiste. Creo que sólo entenderé lo que mi defección significó para mis padres cuando mis hijos se vayan. O quizá ni siquiera entonces, pues ojalá su adiós, cuando llegue, no obedezca a la sensación de habitar en una ciénaga.
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No entres dócilmente en esa noche quieta de Ricardo Menéndez Salmón
«Comprender el desamparo de todos los hombres, pero sin compasión.» Esta frase de Thomas Bernhard, uno de los escritores que ha iluminado mi pasión, se podría aplicar a aquellos años neblinosos y a la vez recalcitrantes, donde ninguna tregua se nos concedió. No disculpo a mi padre, pero tampoco lo condeno. Lo primero sería inútil; lo segundo, injusto. Si he aprendido algo con la madurez es que juzgar a las personas con una vara inflexible conduce a errores de bulto y a conductas fariseas.
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No entres dócilmente en esa noche quieta de Ricardo Menéndez Salmón
Es probable que treinta y tres años parezcan un mundo, pero lo cierto es que nunca hablé lo suficiente con mi padre acerca de su enfermedad. Es algo que no me perdono. Y que sucederá de nuevo entre mis hijos y yo a propósito de cualquier tema crucial que debamos tratar. No me hago ilusiones. Las conversaciones importantes no se tienen a tiempo. Eso es algo que sólo sucede en la literatura o en el cine. En la vida real, en la vida espantosa hecha de tedio, facturas y declive, en la vida gozosa hecha de momentos de júbilo, del misterio del mar y de la bondad de ciertos hombres y mujeres, el silencio es la norma. Un silencio educado; un silencio castrante; un silencio que tarde o temprano acabamos por pagar.
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No entres dócilmente en esa noche quieta de Ricardo Menéndez Salmón
He necesitado treinta años para comprender cómo la enfermedad de mi padre me convirtió en un enfermo. En un enfermo imaginario, quiero decir. Ese añadido, ese calificativo, es lo dramático. Porque, salvo en muy puntuales ocasiones, yo he sido y soy una persona con una salud excelente aquejada de monstruosos padecimientos de índole psicosomática. El clima global de mi vida, su metáfora dominante, ha sido la enfermedad. Abducido por una mala salud ajena, esclavizado por un vademécum de prevenciones ante el hecho de estar vivo, culminé la infancia, superé la adolescencia, recorrí la juventud y penetré en la madurez escoltado por una hipocondría severa y una obsesión feroz por los avatares de mi salud. La enfermedad ha sido mi destino. Mi país. Mi bandera.
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La ofensa de Ricardo Menéndez Salmón
En los ojos del cartero que con una solemnidad no exenta de ternura entregó el aviso, brillaban los sagrados fuegos del orgullo.
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¿Qué medida tomó el profesor Snape para proteger la Piedra Filosofal?