No entendía por qué la gente temía a la muerte y no a la vida. Vivir era un acto feroz, una lucha fratricida que siempre dejaba muertos en el campo de batalla.
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No entendía por qué la gente temía a la muerte y no a la vida. Vivir era un acto feroz, una lucha fratricida que siempre dejaba muertos en el campo de batalla.
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Nunca había sido responsable de una vida tan joven y se sorprendió al percatarse de hasta qué punto el valor de una existencia parecía inversamente proporcional al tiempo que había pasado sobre la faz de la tierra.
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Si durante el día tenía la apariencia de una sala de hospital, con pasillos recorridos por ruidosas idas y venidas y aulas frecuentadas por estudiantes de doctorado, a esa hora tardía mostraba su cara más angustiosa. El silencio levantaba la pátina de normalidad y exhibía su esencia: la de una solitaria estación final. Emanaba melancolía, como si el dolor de los familiares permaneciera adherido a los cuerpos depositados en las cámaras refrigeradas, y las lágrimas y los sollozos, a las paredes.
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Ningún error que cometamos puede justificar a quien nos hace daño
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Un corazón tierno latía debajo de ese pecho siempre inflado de orgullo, que ella disfrutaba chinchando de mil maneras.
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Aquí está su flor, pensó. La más hermosa entre las que le impedían ver el infierno.
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—Siempre creí que detrás de esta historia había un monstruo, pero no es..... El verdadero monstruo es quien le robó la vida y mató a su único compañero: usted.
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Unidos contra el mundo exterior y ciegos, por comodidad, ante sus propias culpas.
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No entendía por qué la gente temía a la muerte y no a la vida. Vivir era un acto feroz, una lucha fratricida que siempre dejaba muertos en el campo de batalla.
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Algo, por fin, los unía ahora, aunque se tratara de algo trágico: habían sido testigos de una violencia que aniquilaba el alma.
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10 negritos