Desde finales de la década de 1860, cuando las universidades comenzaron a abrirse a las mujeres, sus facultades se llenaron de estudiantes rusas, que hasta 1914 representaban el 70 y a veces el 80 por ciento de todas las mujeres que cursaban medicina en el continente. No se las solía tener en gran estima y sus condiscípulos de ambos sexos solían quejarse de su comportamiento, sus maneras desaseadas, sus ideas políticas radicales y, sobre todo, su esfuerzo denodado por ser las primeras de la clase, empujando, como polluelos, a los lugareños hacia los bordes del nido donde habían nacido, si es que no los arrojaban fuera de él.