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Solía decir que Colombo había rebuscado en los joyeros de los muertos para hacerse con todas aquellas medallas que fingía haber ganado en vete tú a saber qué batallas, pero que como mucho eran premios de feria o antiguallas de sus abuelos.
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Solía decir que Colombo había rebuscado en los joyeros de los muertos para hacerse con todas aquellas medallas que fingía haber ganado en vete tú a saber qué batallas, pero que como mucho eran premios de feria o antiguallas de sus abuelos.
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El día de San Gerardo apretaba el calor insolente del mediodía, ese calor que en los días de fiesta separaba a las mujeres en dos grupos que se cuidaban mucho de mezclarse: las que podían permitirse guantes blancos y vestido de lunares, de seda ligera, con la falda justo por debajo de la rodilla, y las que solo tenían una prenda otoñal para las bodas y las comuniones, sea cual fuere la estación en que se celebraran.
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Mi madre me había instruido sobre cómo comportarme en la mesa, pero nunca me había reñido por una mala nota: me prefería bien educada a instruida.
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En su mundo solo había dos cosas seguras. La primera: lo que no lograban explicarse era obra de Dios o del demonio, según le ocurriera a una persona de bien o a un muerto de hambre. La otra: los hombres nunca tenían la culpa.
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Ser mayor, ser mujer, quizá fuera eso. No era sangrar una vez al mes, ni los comentarios masculinos o la ropa bonita. Era cruzar la mirada con un hombre que te decía «Eres mía» y responder: «Yo no soy de nadie».
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— Pero te diré una cosa –prosiguió mi padre —: a medida que uno va creciendo aprende que a menudo trae cuenta no decir lo que realmente piensa. —¿Cómo se hace? —Guárdalo para ti. Custódialo. Incúbalo. Ahí puede estar a salvo. —¿Y dejará de quemar? Sonrió. Una sonrisa cansada. —Nunca. Eso nunca. |
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Entras en la cabeza de la gente y no vuelves a salir.
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A medida que uno va creciendo aprende que a menudo trae cuenta no decir lo que realmente piensa.
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Las cosas buenas-respondió Donatella sin levantar la vista del plato-. Nunca duran bastante. -Parpadeó deprisa , le temblaba la voz-. Se van y solo dejan su sabor.
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Forcejear, dar puñetazos, desollarse las rodillas contra el fondo limoso y sentir el barro negro entre los dedos y pegado al pelo hizo de mí una criatura de carne y hueso. Estaba hecha de piel, sangre, moraduras y huesos puntiagudos. Y gritos. Estaba viva.
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Gregorio Samsa es un ...