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Es difícil quitarse de encima el cuerpo de un muerto. Lo descubrí a los doce años, con la nariz y la boca ensangrentadas y las bragas enredadas en un tobillo.
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Es difícil quitarse de encima el cuerpo de un muerto. Lo descubrí a los doce años, con la nariz y la boca ensangrentadas y las bragas enredadas en un tobillo.
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El mundo estaba hecho de reglas que no había que saltarse. Estaba hecho de cosas adultas, enormes y peligrosas, de errores irreparables que podían matarla a una o enviarla a la cárcel. Era un lugar terrible, lleno de cosas prohibidas, por donde había que caminar despacio y de puntillas, poniendo atención en no tocar nada. Sobre todo las chicas.
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¿Cómo habíamos podido estar tan ciegos tanto tiempo? Él se negaba a ver, y yo todavía no había caído en la cuenta de que había visto incluso demasiado.
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Ser mayor, ser mujer, quizá fuera eso. No era sangrar una vez al mes, ni los comentarios masculinos o la ropa bonita. Era cruzar la mirada con un hombre que te decía "Eres mía" y responderle: "Yo no soy de nadie".
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No sabía si se le podía pedir a la Virgen que mandara a alguien al infierno. Pero ella también era una mujer y tenía que entenderme.
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Por una parte, estaba la vida tal y como yo la conocía; por la otra, tal y como ella me la mostraba. Y lo que antes me parecía correcto se deformaba como mi reflejo en el agua de la pila cuando me lavaba la cara. En el mundo de la Malnacida se competía por hacerse arañar por los gatos y el dolor desaparecía lamiéndose las heridas. Era un mundo donde no se podía jugar a fingir que eras quien no eras y si hablabas con los chicos los mirabas a los ojos. Observaba su mundo parada en el borde del precipicio, pero decidida a saltar. Y no veía la hora de caer por él. |
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Me escabullí entre las macetas de aspidistra con la tierra seca que mi madre se olvidaba de regar, porque a las cosas vivas era a las que menos atención prestaba.
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Él casi no le hablaba. Permanecían quietos y distantes como perros viejos que siempre han compartido el mismo patio y se han cansado de su olor. Algunos días debía de acordarse de que la había querido, yo lo notaba por la manera en que le ofrecía el brazo para bajar la escalera o esperaba en la habitación mientras ella se ataba las cintas del vestido.
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La llamaban la Malnacida y no le gustaba a nadie. Pronunciar su nombre traía mala suerte
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Por una parte, estaba la vida tal y como yo la conocía; por la otra, tal y como ella me la mostraba.
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¿Cuál es la profesión del narrador que encuentra el Principito en el desierto?