La buena suerte

Pablo admira el kintsugi, el arte japonés de reparar las cerámicas rotas con resina mezclada con polvo de oro o plata, de modo que la grieta queda bien a la vista, brillante, destacada, ennoblecida por el metal. Los japoneses piensan que esas cicatrices, esa historia, esa falla, son la belleza del objeto.

Siempre fue un hombre muy callado. Una costumbre defensiva aprendida en la infancia, supone. Cuando has crecido sin madre y con un padre alcohólico, prefieres no hacer ruido. Borrarte. Que él no se acuerde de ti.

Mucha misa y todo eso pero muy miserables, ¿sabes? Criticonas, interesadas y miserables.

Hay un cierto placer en colocar las baldas. Que los colores de los productos armonicen, que los artículos se vean bien, que las pequeñas torres sean equidistantes y estables.

En lo que se divide de verdad la humanidad es entre buena y mala gente. Entre las personas que son capaces de ponerse en el lugar de los otros y sufrir con ellos y alegrarse por ellos, y los hijos de puta que sólo buscan su propio beneficio, que sólo saben mirarse la barriga.

No hay nada que envejezca tan deprisa como el amor mal amado.

El único siempre que de verdad existe es hoy.

La vida es eso, Pablo; todo lo que sabemos, todo lo que disfrutamos, todo lo que somos desaparecerá con la muerte. Y da igual que aprendamos la melodía diez años o diez minutos antes del final. Ese final llegará y lo borrará todo. Pero, mientras llega, eso es lo que somos.

Porque después de cada derrota puede haber un nuevo comienzo, y porque la suerte sólo es buena si decidimos que lo sea.

Ahora comprendo que la vida es como un mar y nosotros, somos barquitos. Subimos y bajamos con las olas y a veces hay tormentas espantosas. Tormentas de las que no puedes librarte.