El año en que nació el demonio

En realidad, no es un relato complicado. Sin embargo, La trama avanza entre la hechura de un thriller y las distorsiones que suceden en las comedias bufas, repletas de personajes y situaciones en muchos casos extravagantes. Todo ello situado en el ambiente de la ciudad de Lima, capital del virreinato de Perú del siglo XVII.
El protagonista, a la vez que relator de la historia, es obligatoriamente un antihéroe; a veces ridículo, en ocasiones aguerrido e incluso valiente, y casi siempre timorato, en todos los casos llevado por circunstancias ajenas a él que le superan. Sus desventuras lo llevan desde la situación de alguacil de la Santa Inquisición hasta actor y muñidor de desempeños propios de Celestina para importantes personajes, siendo así mismo artífice y víctima de un amor donjuanesco con una donada del convento de Santa Clara. También esta relación arbitrada por personajes corruptos y circunstancias oscuras, que claramente lo superan.
El trasfondo está dominado por la supuesta confrontación entre el dios católico y el demonio tal y como se contempla en la tradición católica, y especialmente en aquel tiempo y lugar. Lucha aún más presente cuando está dispuesta por la visión de la San Inquisición, y la corrupción que domina no sólo esta institución, sino también a la nobleza y las corporaciones eclesiásticas. También es notable (muy notable) la figura caricaturizada de Santa Rosa de Lima, sus disciplinas inhumanas, sus arrobamientos, éxtasis y milagros, ensalzados por sus entusiastas partidarios y execrados por aquellos que quieren, o a quienes conviene, verla como una bruja o enviada del demonio.
El relato está tramado por medio de capítulos generalmente cortos, que casi invariablemente terminan con un párrafo o siquiera una frase que augura una sorpresa, al estilo de los cómics semanales cuyo relato sigue en el siguiente cuaderno, de las telenovelas o series que exigen la visión del episodio siguiente, o las elucubraciones de Dan Brown.
Y por fin el estilo, algo irregular, que navega en aguas ciertamente revueltas, entre la entonación un tanto ampulosa de la llamada novela histórica y la cercanía a la astracanada que conduce magistralmente Eduardo Mendoza, aunque ¡Ay! le falta la decisión, el desparpajo y la soltura del maestro.
Y por fin, algún desliz extemporáneo, como el empleo de la palabra “linchamiento” en el discurso de un criollo limeño del siglo XVII.
A pesar de todo lo dicho, una novela recomendable, bien situada, y con muchos pasajes interesantes y divertidos.