Nunca había tenido sangre en las manos hasta esa tarde, en la que sostuve su cuerpo desnudo, mojado, con la respiración agitada como si fuera un animal asustado y el corazón que parecía que iba a explotarle, pero vivo. Después mi hermano, la Tina y yo lo acompañamos hacia Miseria construyendo una cuna de dedos para cuidarlo hasta del aire. Lo soltamos pero quedamos manchados de ese bebé para siempre y ni bien Miseria habló, supimos su nombre y lo repetimos cerca de sus orejas, tan chiquitas como las cáscaras de una fruta recién abierta.
Dicen que la magia no existe, pero en él miré a la magia de frente y después lloré.