-Mamá? ¿Qué estás haciendo? – preguntó con su vocecita amodorrada. –Nada, mi amor. Sólo estoy aquí, pensando. –¿En qué? –En que a veces tengo ganas de destruirlo todo |
-Mamá? ¿Qué estás haciendo? – preguntó con su vocecita amodorrada. –Nada, mi amor. Sólo estoy aquí, pensando. –¿En qué? –En que a veces tengo ganas de destruirlo todo |
tener hijos es estar siempre esperando a alguien
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Mientras caminaba, me pregunté si realmente conocía a esos niños que había parido y criado con tanto esmero durante años. Pensé también en lo injustas que pueden ser las lealtades - cuando yo era capaz de renunciar a cualquier aspecto de mi vida por mis hijos, ellos tenían pactos de solidaridad que me excluían -.
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La infancia no acaba de una vez, como nosotros queríamos cuando éramos niños. Sigue ahí, agazapada y silenciosa en nuestros cuerpos maduros y luego marchitos, hasta que un buen día, después de muchos años, cuando creemos que la carga de amargura y desesperanza que llevamos a cuestas nos ha convertido irremediablemente en adultos, reaparece con la velocidad y la fuerza de un relámpago, hiriéndonos con su frescura, con su inocencia, con su dosis infalible de ingenuidad, pero sobre todo con la certeza de que éste sí fue, de verdad, el último atisbo que tuvimos de ella.
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Cuantos eran en la Comunidad del Anillo?