Lo peor fueron los sueños inquietos. Porque los sueños eran venganza de los recuerdos.
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Lo peor fueron los sueños inquietos. Porque los sueños eran venganza de los recuerdos.
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El oro dobla voluntades como el viento las junqueras.
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No era el más valiente. Tampoco el más espabilado. Todos esos ya estaban muertos. Él los había conocido.
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Enconada a más no poder, la batalla no se decantaba a un lado o al otro. Sólo ganaba la muerte. La muy puta sólo se tomaba un respiro si tenía que afilar la guadaña.
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Rendirse era el amor de los cobardes. Y él nunca había sido un cobarde. Seguiría luchando hasta el último aliento. Hasta que no fuera capaz de sostener el estoque. Seguiría luchando incluso cuando ya no hubiera esperanza. Como siempre.
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Aquí cada cual ha calentado siempre su sopa y por eso esta condenada guerra no acaba nunca, porque, en lugar de pelear todos contra el moro, cada quien mira por su ombligo.
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A eso se habían dedicado. A jugarse el pescuezo por delante de las mesnadas para informar de los mejores lugares para acampar, de los vados en los ríos, de los campos de abastecida. Atajadores. De entre todos los hombres de las milicias y fonsados, los más locos; o los más valientes. Los que se echaban a territorio enemigo a pecho descubierto para que reyes y obispos, con sus nobles culos bien a salvo en la retaguardia, decidieran cómo jugarse la vida de los hombres que luchaban en su nombre.
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En la frontera no se preguntaba, las respuestas tenían la maldita costumbre de ser tajos de un palmo que aireaban las tripas. Era un pedazo indeciso de tierra maldita. Un erial dejado de la mano de Dios donde se condenaban los que no tenían otra elección: la frontera o el infierno. Allí acababan los desahuciados, los ilusos, los que escapaban de la horca y un puñado de malnacidos que, en lugar de ganárselo, robaban el pan. En la frontera se refugiaban los desechos de aquella guerra interminable. Y él era uno de ellos. |
Resolvió que no había por qué inquietarse. Al fin y al cabo, él ya estaba muerto para los suyos. Y se equivocó. Su pasado cabalgaba hacia él. Con la espada al cinto. Escupiendo maldiciones. |
Lo llamaban Fierro. Y mentían. Su verdadero nombre era agua pasada, Y allí el pasado se pagaba caro.
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¿Quién es el autor/la autora de Episodios Nacionales?