Viviendo en un mundo en que había una plétora de lo nuevo, me apegaba a lo viejo. En cada objeto había una partícula minúscula que me llamaba la atención de modo especial. Yo tenía un ojo microscópico para la mancha, para la vena de fealdad que para mí constituía la única belleza del objeto. Me atraía y apreciaba lo que distinguía al objeto, o lo volvía inservible, o lo databa, fuera lo que fuese. Si eso era perverso, también era sano, si consideramos que yo no estaba destinado a pertenecer a este mundo que estaba surgiendo a mi alrededor. Pronto también yo me convertí en algo parecido a aquellos objetos que veneraba, en algo aparte, en un miembro inútil de la sociedad. Estaba claramente anticuado, no había duda. Y, sin embargo, era capaz de divertir, de instruir, de alimentar, pero nunca de verme aceptado, de modo auténtico. En el fondo sentía en los demás una desconfianza, un desasosiego, un antagonismo que, por ser instintivo, era irremediable.