Me quedé petrificado. Era el último lugar que se me hubiese pasado por la cabeza. La ciudad que me vio nacer y crecer. La ciudad en la que había cursado mis estudios de primaria, de secundaria y, por fin, en la que había obtenido mi grado en psicología por la mejor universidad de todo el planeta: Stanford. La ciudad en la que mi padre había perdido la vida, atropellado por un desalmado mientras corría por el arcén. La ciudad que mi madre y yo nos habíamos vistos obligados a abandonar, desolados por el dolor.
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