Corría entre aquella arboleda, a ciegas, con la escasa luz que le daba su linterna reglamentaria, sumida en una espesa bruma. No sabía lo que hacía. De repente, de entre las sombras, una masa negra se le abalanzó, la agarró de los hombros y la inmovilizó. Pudo ver aquellos ojos inyectados en sangre mirarla fijamente. Tres, Paola, tres.
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