—¿Quién eres? —preguntó, casi rugiendo, mientras los puños le dolían tanto como si hubiera estado golpeando un tronco. La sonrisa de Lamb le recordó a una tumba que alguien acabase de abrir. El viejo sacó la lengua enrojecida que manchó de sangre sus mejillas. Levantó un puño en alto y luego lo abrió lentamente para que Dorado pudiese verlo, mirándole con unos ojos tan grandes como platos, y tan húmedos como dos pozos de brea, por el hueco creado por el dedo corazón que le faltaba. |