La llama y la flor de Kathleen Woodiwiss
—Exacto —respondió él suave pero cruelmente, aterrorizándola. Se levantó de la cama y la miró—. Como ya te he dicho, no me gusta que me chantajeen y ya he escogido el castigo que voy a infligirte. Querías segundad y un padre para nuestro hijo. Lo tendrás, querida, pero no obtendrás ni una cosa más. En mi casa no se te tratará mejor que a una sirvienta. Tendrás el apellido que querías, pero deberás rogarme y suplicarme para que te conceda el menor deseo. No tendrás ni un penique ni llevarás una vida normal. Pero me encargaré de que no tengas que pasar por el bochorno de que se enteren de tu situación. En otras palabras, querida, la posición que creías era tan respetable, no será más que tu propia prisión. No tendrás ni el placer de compartir los momentos más tiernos del matrimonio. Sólo serás una simple sirvienta para mí. Si hubieras sido mi amante, te habría tratado como a una reina, pero ahora sólo me conocerás como tu amo.
|