Efrén Hernandez
A BEATRIZ Ésta es la hora amante y amarguísima, en que mi vida se alza entre la noche y vaga en una torre imaginaria. Ésta es la hora tuya, la hora mía, la arcaica y tenue hora en que los labios rudimentarios con que reza el mundo en embrión que germina atrás del aire, palpándome con vahos oscilantes, me traen noticias tuyas, que no sabes, no adviertes que recibo y que las mandas. Me impregnará de paz la tarde última; pero será el color divino y lento de tus rendidos ojos, la resina que llorarán mis árboles, la tarde en que, como un ocaso sin camino, tramonte la esperanza y nuestras lámparas se nos vayan durmiendo. No es suficiente amarte noche y día; amarte es, ciertamente, el horizonte, lo alto y lo profundo, la intimidad recóndita y la sombra; pero el pasado es fuente y, aun ausente, su palpitada esencia me conmueve, me turba como un germen, como un rastro, como una cruel raíz retrocedida que no llegó a soñar su sueño inmenso, y nos la dio a nosotros. No mires tú al dolor; ésta es la hora desnuda, sin cortejo, seca y sola, que no distraen las flores, que no turban los pájaros o encantan con sus neblinas lentas los crepúsculos… y es preciso velar; pero tú, duerme. Mi vida mira a ti, como una torre con la ventana tensa, y en su oscuro antro de soledades en silencio pasa, como fantasmas, en angélico proceso, el pormenor de tus acciones. Todo es cerrado muro, alcobas solas; mi intimidad es puertas clausuradas. Tarde en la alta noche, tarde has cerrado al cielo tu recámara. Nos separaron calles solitarias, un puente en la barranca y una ascendente ruta entre laureles. Nos separaron puertas, puentes, paredes, altozanos y caminos; pero nos funde el óleo sacramental que obra en nuestros huesos. Oh devoción recíproca, función ultraterrena que sublima los jugos de la carne, y torna templo de comunión, la médula profunda. Son como hojas de plantas trepadoras las manos que me palpan, los humos que me dan noticias tuyas. Subiendo la escalera grada a grada vino que ya cerraste tu recámara. Entróse por las puertas el vestido como una cruel raíz retrocedida que no llegó a soñar su sueño inmenso, y nos la dio a nosotros. No mires tú al dolor; ésta es la hora desnuda, sin cortejo, seca y sola, que no distraen las flores, que no turban los pájaros o encantan con sus neblinas lentas los crepúsculos… y es preciso velar; pero tú, duerme. Mi vida mira a ti, como una torre con la ventana tensa, y en su oscuro antro de soledades en silencio pasa, como fantasmas, en angélico proceso, el pormenor de tus acciones. Todo es cerrado muro, alcobas solas; mi intimidad es puertas clausuradas. Tarde en la alta noche, tarde has cerrado al cielo tu recámara. Nos separaron calles solitarias, un puente en la barranca y una ascendente ruta entre laureles. Nos separaron puertas, puentes, paredes, altozanos y caminos; pero nos funde el óleo sacramental que obra en nuestros huesos. Oh devoción recíproca, función ultraterrena que sublima los jugos de la carne, y torna templo de comunión, la médula profunda. Son como hojas de plantas trepadoras las manos que me palpan, los humos que me dan noticias tuyas. Subiendo la escalera grada a grada, vino que ya cerraste tu recámara. Entróse por las puertas el vestido que se quebró la espalda y que las mangas colgó, como los brazos boquiabiertos de un manto, en el respaldo de la silla. Y tus zapatos vagos que sonaron el tacón, al caer en la madera, huérfanos de tus pies hasta mañana, caídos a una alfombra que volaba, también los vi flotar entre los muebles. Y la sonrisa vi que me mandaste, pensando en que te quiero. Y en tus pestañas altas como juncos, hermanas de los mimbres, rubias como las jarcias, vi que se abrió un instante mi recuerdo, y que en la rama al aire, en que se orea y se columpia y canta tu resuello, lo sostuviste en flor, como meciéndolo. Al fin, la imagen va desvaneciéndose, cae al caer sin fondo de tu sueño; menos y menos es, menos y menos, hasta parar en nada, hasta dejarme a oscuras, suelto y solo, huérfano y en olvido hasta mañana. Ésta es la hora amante y amarguísima: del ancho y ciego suelo se alza un afán callado y lentas frondas cruzan con larga sed, palpando a oscuras, y el naufragio inmenso y la zozobra eterna, y el impreciso anhelo inextinguible, un tanto, desde el hondo claustro de su inconciencia, se presienten, y una esperanza oscura de quién sabe cuál embrionario ensueño, halla refugio en el piadoso faro de la conciencia errante del poeta. Y ésta es la hora amante y amarguísima, desnuda y sin cortejo, seca y sola, en que la vida se alza entre la noche que se quebró la espalda y que las mangas colgó, como los brazos boquiabiertos de un manto, en el respaldo de la silla. Y tus zapatos vagos que sonaron el tacón, al caer en la madera, huérfanos de tus pies hasta mañana, caídos a una alfombra que volaba, también los vi flotar entre los muebles. Y la sonrisa vi que me mandaste, pensando en que te quiero. Y en tus pestañas altas como juncos, hermanas de los mimbres, rubias como las jarcias, vi que se abrió un instante mi recuerdo, y que en la rama al aire, en que se orea y se columpia y canta tu resuello, lo sostuviste en flor, como meciéndolo. Al fin, la imagen va desvaneciéndose, cae al caer sin fondo de tu sueño; menos y menos es, menos y menos, hasta parar en nada, hasta dejarme a oscuras, suelto y solo, huérfano y en olvido hasta mañana. Ésta es la hora amante y amarguísima: del ancho y ciego suelo se alza un afán callado y lentas frondas cruzan con larga sed, palpando a oscuras, y el naufragio inmenso y la zozobra eterna, y el impreciso anhelo inextinguible, un tanto, desde el hondo claustro de su inconciencia, se presienten, y una esperanza oscura de quién sabe cuál embrionario ensueño, halla refugio en el piadoso faro de la conciencia errante del poeta. Y ésta es la hora amante y amarguísima, desnuda y sin cortejo, seca y sola, en que la vida se alza entre la noche y vaga en una torre imaginaria. + Leer más |