Efrén Hernandez
IMAGEN DE MARÍA Tus dulces ojos falsos, fijos, brillantes, secos, de artificio perfecto, necesarios al hombre, que no saben mirarse ni mirarnos y parecen seguirme. Tu frente como parte de un horizonte místico a la lumbre de un Angelus doliente; tu frente, por nosotros, abismada en tristes pensamientos; tu frente, a mis paisajes de quebranto, llorosos, solamente con silencioso esmalte aproximada; tu frente sin paisajes, que parece soñarme. Tu boca adelgazada de sonreír, piadosa, al triste, sin descanso. La tierna torre y cándida serpiente inmaculada de tu cuello; tu cuello, esbelto prisma de infinitas facetas, haz de prismas de sales escogidas; desnudo tronco tierno, descortezado tronco, columnita de naranjo oloroso recién descortezado; tu cuello que en el medio del hondo abatimiento de este suelo de náufragos, erecto, recuerda a los caídos lo que surge; tu cuello, adamantino pilar de luz, que el cielo conecta con la tierra oscurecida. Tus hombros coronados de ángeles etéreos, invisibles, dispuestos en guirnalda, como constelaciones enlazadas y volubles de frágiles aromas. Tus cabellos que bajan como salto de aguas, al abismo del corazón sediento. Los deseados lazos, la hamaca entre las palmas, la cuna de tus brazos; tus brazos, que parecen mecer, en sólo un niño, todo el cansancio humano entre sus lazos. Tus manos fundadoras de serenos caminos de esperanza y acequias de consuelo. Tu seno que se ofrece a la tormenta, como párvula loma; tu seno que, oleando de lirios y azucenas, se ofrece en desagravio y desaira con dardos de dulzura a la tormenta. Tu vientre, urna de esencia, flor dormida, frente humilde y callada, laboriosa, que parece soñar en mí, y en mí soñando, concebirme. Tus pies, manzanas tibias, mansas rosas, par de palomas ágiles, aladas, que duermen entre aromas, descansando un momento, descansando con las alas dobladas tiernamente; tus pies, manzanas tibias, dulces rosas de olor, por quien quitara mi pan, yo, de mi boca, de su hocico, la sierpe, la manzana, y de sus belfos ácidos, Pan, la fragante flauta. Y tu silueta airosa que remeda la ola edificada, el tallo que se inclina y el humo que se eleva. Tu forma que no pesa más, sobre el corazón, que los pies de la luna, o que el consuelo que sucede a la lágrima vertida. Tu cuerpo que no añade peso al mundo. Tú, la que eres casi, aunque no eres otro que una forma de grito, un hondo grito de las entrañas huérfanas del hombre; no pido que me mires —ya sé que tú no miras—, no pido que me oigas —ya sé que tú no oyes—, enloquéceme, hazme creer el encanto, solamente hazme creer el encanto de que existes, ciega mi entendimiento; la luz, la necesito más en el corazón. |