La mala costumbre de
Alana S. Portero
Fue la primera vez que vi con total claridad esa humillación específica, la de negar el nombre, la de exponer la desnudez de otra persona para burlarse, la de aplastar cualquier conquista o historia personal, por dolorosa que haya sido, solo por el placer de ejercer poder, y en ese momento se conformó un «nosotras» tan poderoso que parecía haber estado ahí siempre. Todos mis fantasmas, todos mis miedos posaron sus manos frías en mi espalda, en mi cuello, en mis tripas, en mi entrepierna, en mis ojos, y apretaron al mismo tiempo. [...] la fuerza, la de una mujer que ha atravesado el Tártaro y no ha necesitado que nadie la rescate porque ha dominado el infierno. Entendí que esas jorobitas de silicona mal puestas que le brotaban de la cara eran los restos que le había dejado la búsqueda de la belleza, que en su día ella la habría ansiado como la ansiaba yo, con la misma sed y la misma desesperación. Ser como ella no era una maldición, era un don. Llevar aquellas plegarias de tejido cicatricial tan visibles significaba haber aspirado a rozar lo sublime. Quise besar cada irregularidad de su cara con ternura, como una novicia besaría a la madre superiora el día de su ordenación.
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