Se suele olvidar la existencia de todas aquellas mujeres que cargaron con Vietnam a sus espaldas mientras sus maridos o sus hijos llevaban sobre las suyas las armas. Se las olvida porque, bajo su sombrero cónico, no miraban al cielo. Sólo esperaban que el sol cayera para poder desvanecerse más que dormirse. Si se hubieran tomado el tiempo necesario para que el sueño acudiera a ellas, se habrían imaginado a sus hijos hechos pedazos o el cuerpo de sus maridos florando en un río como un pecio. Los esclavos de las Américas sabían cantar su pena en los campos de algodón. Aquellas mujeres, en cambio, dejaban que su tristeza creciera en las alcobas de su corazón. Aquellos dolores les resultaban tan pesados que ya no podían levantarse. No podían erguir su encorvado espinazo, doblegado por el peso de su tristeza. Cuando los hombres salieron de la jungla y volvieron a caminar por los diques de tierra, alrededor de sus arrozales, las mujeres siguieron llevando sobe su espalda el peso de la historia muda del Vietnam. La mayoría de ellas se extinguió así bajo ese peso, en silencio.
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