A través de la noche

“El dolor es un regalo. Las personas que no son infelices, no tienen nada que decir”

Desgraciadamente para él, afortunadamente para nosotros, Stig Sæterbakken tenía mucho que decir en esta su última novela antes de suicidarse.

«A través de la noche» es uno de esos libros con los que uno se lo pasa bien pasándolo mal, en los que uno se siente incómodamente culpable por sentirse atraído por el dolor ajeno, fascinado por su exhibición y, al tiempo, con el embarazo propio de alguien que es sorprendido observando un momento íntimo en el que no le corresponde estar presente. de esta experiencia se sale queriendo pasar más tiempo con aquellos a quienes queremos, vivir ese tiempo de una forma más intensa, pero también, al hacernos patente todo eso que damos por hecho y establecido, despertará o agudizará nuestro miedo a perderlos. Es por eso que, aunque la novela tiene cierto tono juvenil, el fondo será más del gusto de lectores con algunas experiencias ya a sus espaldas.

El punto de partida de la narración es demoledor, un profesional acomodado, casado con una mujer bella e inteligente y con dos hijos adolescentes, abandona todo por una amante para casi inmediatamente darse cuenta de su error y volver a casa.

“Todo deseo de libertad se basa en una equivocación.”

Al poco tiempo, su hijo se suicida estrellando su coche contra un camión.

En un instante, el protagonista experimenta brutalmente como su presente estalla en mil pedazos, como se desbarata cualquier posibilidad de futuro y como su pasado se va convirtiendo en un artefacto explosivo que amenaza con arrasarlo todo. Así se siente el protagonista de esta triste y dura historia, presa de un dolor insoportable acrecentado por un devastador sentimiento de culpa por lo hecho y no hecho, por lo dicho y no dicho, por no haber sabido a tiempo.

Sæterbakken, con un lenguaje directo, transparente y efectivo consigue transmitirnos toda la desesperación del personaje sin caer en ningún tipo de pornografía sentimental. El autor nos sumerge en este horror en el que pueden pasar semanas hasta que uno pueda llorar por la muerte de su hijo; en el que uno puede sorprenderse riéndose a carcajadas por un chiste sin gracia; en el que uno puede odiar a su yo futuro que ve la televisión sin tener en mente a su hijo muerto; en el que uno se niega la posibilidad de otra vida en otra parte, con otras gentes; en el que uno puede odiar las palabras que tantos han pronunciado antes en ocasiones parecidas y que ya nada expresan; en el que uno puede escandalizarse al observar a personas paseando a su alrededor ajenas por completo a su tragedia personal; en el que uno se odia por no haber sabido cumplir con su más alto deber en la vida, proteger a su hijo; en el que uno puede llegar a creerse lo más inverosímil, cualquier cosa que le ofrezca una pizca de horizonte o la posibilidad del castigo redentor; un mundo inverosímil en el que uno hace justo lo único que no debe hacer, lo único que le dijeron que no debía hacer, dormirse.

Así, uno lee las últimas páginas emocionado y absolutamente convencido de que el autor tiene más razón que un santo cuando dice aquello de…

“Solo conoce su destino el que lo desconoce.”

Y ahí es cuando recibes el empujón que te sumerge en un mar de desconcierto sin poder precisar en qué dirección está la superficie y sin acertar a decidir si esta última vuelta de tuerca favorece en algo a la novela.