—¿Eres tú la pequeña que vive allí arriba con el Viejo de los Alpes? ¿Eres Heidi?
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—¿Eres tú la pequeña que vive allí arriba con el Viejo de los Alpes? ¿Eres Heidi?
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La niña misma parecía sorprendida de lo que le sucedía e impaciente por adentrarse en aquel nuevo mundo que se abría ante ella, ahora que las negras letras se animaban para convertirse en seres y cosas y contaban historias apasionantes.
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—Sesemann, ante todo has de saber que tu pequeña protegida es sonámbula. No tiene en absoluto conciencia de que es ella el fantasma que ha abierto noche tras noche la puerta de entrada y sembrado el pánico en toda la casa. En segundo lugar, a esa niña le devora la nostalgia, lo que la enflaquece tanto, que parece un esqueleto y terminará siéndolo de verdad. Se impone ayuda urgente. Para curar el sonambulismo y su estado nervioso en general, no hay más que un remedio: llevarla lo más rápidamente posible a sus montañas, y para curar la nostalgia, el remedio es exactamente lo mismo, es decir: mañana ha de volver a su casa. ¡He aquí mi receta!
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Cuando uno se empeña en no ver sino las cosas por el lado triste, parece que todo haya de ser siempre así.
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Desde la risueña y antigua ciudad de Maienfeld parte un sendero que, entre verdes campos y tupidos bosques, llega hasta el pie de los Alpes majestuosos, que dominan aquella parte del valle. Desde allí, el sendero empieza a subir hasta la cima de las montañas a través de prados de pastos y olorosas hierbas que abundan en tan elevadas tierras.
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Hacía muchos años que no se había visto en los Alpes un verano tan hermoso. Un espléndido sol brillaba diariamente en el cielo sin nubes; las florecillas silvestres abrían sus cálices a la luz del astro rey, el cual, todas las tardes, después de haber bañado las cimas y los campos nevados con el incendio purpúreo y rosado de su luz, se sumía en el horizonte en un mar de oro y de sangre.
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No hay en el mundo lugar tan bello como nuestra cabaña de los Alpes.
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Heidi se sentía poseída de la alegría de cuanto la rodeaba, respiraba profundamente el aliento primaveral que se elevaba de la tierra vivificada y le parecía que jamás los Alpes habían sido tan bellos.
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—¡Qué bien se está allá arriba! Allí es donde se desvanecen los males del cuerpo y los del alma, y donde se vuelve a amar la vida.
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—Vecino, usted fue a la verdadera iglesia, la de Dios, antes de bajar a la mía y me alegro mucho. No se arrepentirá usted de haber venido a vivir entre nosotros. En mi casa será usted siempre bien recibido, como amigo y como vecino, y nos lo pasaremos bien durante las veladas de invierno, pues me gusta su compañía; en cuanto a Heidi, ya le encontraremos buenos amigos.
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Manolito ...