—Cuando las cosas están hechas, hechas están. Nadie se puede volver atrás. Aquél a quien Dios olvida, olvidado queda.
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—Cuando las cosas están hechas, hechas están. Nadie se puede volver atrás. Aquél a quien Dios olvida, olvidado queda.
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Un débil rayo de luna entraba por la puerta abierta y a su resplandor se recortaba una silueta blanca e inmóvil.
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En casa del señor Sesemann, de Frankfurt, vivía su hija Clara, que estaba enferma y pasaba sus días en un cómodo sillón de ruedas.
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El Viejo de los Alpes estaba sentado en un banco de madera fijado en la pared de la casa que daba sobre el valle. Fumaba en pipa, las dos manos apoyadas en las rodillas, y observaba tranquilamente al terceto que se aproximaba en compañía de las cabras.
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A pesar de tener sólo cinco años, es lista; tiene ojos para ver y se entera de lo que pasa, de eso me he dado cuenta. Y mejor que sea así, porque el viejo no posee nada más que su cabaña y sus dos cabras.
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La pequeña contaría unos cinco años; era difícil hacerse una idea de su figura ya que llevaba dos o tres vestidos, uno encima del otro y, tapándolo todo, un gran pañuelo de algodón rojo que la hacía parecer algo informe. Con sus gruesos zapatos provistos de clavos en las suelas, la acalorada niña avanzaba con dificultad.
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Desde la alegre y antigua ciudad de Mayenfeld parte un sendero que, después de atravesar verdes campos y densos bosques, llega hasta el pie de las majestuosas montañas, de imponente y severo aspecto, que dominan el valle. Después, el sendero empieza a subir hasta la cima de los Alpes, cruzando prados de pasto y hierbas olorosas.
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Manolito ...