Cuánto me gusta esta ciudad. A veces, por la noche, al regresar de una cena, paseo en bici por el centro histórico de Berlín, desierto a esta hora tardía, para visitar lugares de historia atormentada cuyas heridas conozco como si fueran las mías.
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Cuánto me gusta esta ciudad. A veces, por la noche, al regresar de una cena, paseo en bici por el centro histórico de Berlín, desierto a esta hora tardía, para visitar lugares de historia atormentada cuyas heridas conozco como si fueran las mías.
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A menudo, me pregunto lo que yo habría hecho. Nunca lo sabré. Lo que importa lo comprendí leyendo estas líneas del historiador Norbert Frei: que no sepamos cómo nos habríamos comportado «no significa que no sepamos cómo habríamos tenido que comportarnos». Y cómo tendríamos que comportarnos en el futuro.
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No comprendía que, en aquel mundo demonizado por Occidente, también había habido felicidad y emociones, las de la juven-tud, del primer amor y del primer hijo; placeres sencillos, que habían desaparecido entre nosotros, donde la abundancia te hacía indiferente, como flirtear con lo prohibido, leer periódicos occidentales, escuchar a escondidas discos estadounidenses con los amigos, desafiar a la policía circulando en monopatín, prohibido porque era made in USA....
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Es cierto que Francia no sufrió el fenómeno de una comunidad del pueblo fanática en comunión con su Führer y contó con muchos más resistentes y ciudadanos que los ayudaron y ocultaron a judíos que en Alemania, también porque, a dite-rencia de Alemania, era un país ocupado. Pero la mayoría apoyó a Pétain, al menos hasta la invasión de la zona libre por los alemanes en noviembre de 1942, y dejó que se instalara un regimen liberticida, represivo y antisemita. Los denunciadores y los aprovechados fueron numerosos y la impresión dominante sigue siendo cierta apatía de la población respecto a las vic-timas y a la evolución política del país. La actitud de los que meran ni resstentes ni colaboracionistas, es decir, de la gran mamoría, no ha sido objeto de investigaciones tan profundas como en Alemania.
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Salvar a los judíos durante la guerra era arriesgado, pero no imposible. Unos diez mil ciudadanos alemanes participaron en ello, por empatía o para enriquecerse. En caso de denuncia, podían ser enviados a un campo o salir indemnes, pero era raro que se les aplicara la pena capital, mientras que, en Polonia, los que salvaban a un judío arriesgaban realmente la vida.
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De la tolerancia del crimen a la participación, solo hi un paso que, sin embargo, era posible no dar: negarse a ocupar el puesto de un colega despedido porque era judío y no participar en la arianización. Durante mucho tiempo, también tea posible continuar comprando a los comerciantes y empresarios judíos, a falta de una ley que decretara lo contrario. |
La falta de sentimiento de culpabilidad y la ceguera solidaria permitían al pueblo negar cualquier responsabilidad en los crímenes nazis, que se imputaban solo a los dirigentes del Tercer Reich. Durante un viaje a Alemania de agosto de 1949 a marzo de 1950, la politóloga judia alemana Hannah Arendt, exiliada a Estados Unidos, se quedó consternada ante aquella población invadida por «una falta generalizada de sensibilidad», por «una maldad abierta [...] a veces disimulada por un patetismo de pacotilla». Era difícil decir si se trataba de «una negación intencionada a hacer el duelo o de la expresión de una incapacidad real de sentimientos», escribe.
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¿En que año nació Marcel Proust?