Nadie podía escapar a la pequeña y compacta Else, ese dechado de gozo vital, esa fuente de ternura y calidez, esa llama de inteligencia diáfana y lúcida.
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Nadie podía escapar a la pequeña y compacta Else, ese dechado de gozo vital, esa fuente de ternura y calidez, esa llama de inteligencia diáfana y lúcida.
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Mi madre era tan complicada como un rompecabezas de mil piezas, y yo tuve que reunir todos los fragmentos y encajarlos.
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Al leer sus cartas de ese tiempo es cuando comprendo con claridad el pánico que debía de desatar en ella aquel salto de la «estrechez judía» al «ancho mundo cristiano». La estrechez al menos le brindaba protección y arropamiento, en tanto que la vastedad del mundo cristiano en apariencia casi no tenía orilla. No era solo lo completamente distinto de ese otro mundo: se trataba de la vida completamente distinta en ese mundo, su completamente distinta esfera personal en ese universo, del ser completamente distinto —por masculino y no burgués— en su propia esfera. ¿Cómo iba a cumplir con todo aquello, ella que siempre anduvo atada a la cuerda y se había criado en un ambiente de esterilidad física que la dejó en la ignorancia absoluta sobre el lado sexual del matrimonio?
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El mundo de entonces aún era tan abrumadoramente vasto y la transmisión de noticias, tan limitada, que incluso lo que sucedía dentro de las fronteras del propio país podía ignorarse perfectamente. Y ellos lo ignoraron hasta convertirse en ignorantes.
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¿Recuerdas que cada mañana íbamos primero a la plaza de San Marco, a los maitines, como decíamos, y que nos parábamos bajo las arcadas y me nacía una sensación de júbilo tan fuerte que pensaba que no podría resistir sin gritar o llorar o bailar? La belleza, la vivacidad, el placer de la existencia por todas partes, ¡era tan magnífico que no se puede expresar con palabras!».
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Imagino los años veinte como un cometa que, en una noche breve y sin estrellas, deja un rastro ancho y luminoso entre dos guerras mundiales. (...) El preludio de una época nueva, moderna, emancipada, que no tuvo oportunidad. ¡Una grandiosa danza de la muerte! La cantidad de gigantes del arte y del intelecto que el Berlín de entonces escupió de la noche a la mañana es simplemente increíble. La mitad eran judíos. Y bien, conseguimos matarlo todo: a los judíos, el arte y el intelecto.
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¿Qué queda de la vida si ya no dejamos que las cosas nos lleguen de cerca?
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Cuando trato de describirla para mí o para otros, vuelvo una y otra vez sobre la palabra «autenticidad». Else era —en un mundo de autoengaño, de disimulo y de hipocresía— tan auténtica y elemental como solo puede serlo una criatura de la naturaleza. Y al mismo tiempo tenía un intelecto agudo, un pensamiento mucho más ágil, rápido e independiente que las mujeres de su época. En efecto, era distinta… no solo por ser judía y ejercer por ello cierto encanto exótico, quizá incluso prohibido, sobre sus conciudadanos alemanes, sino por ser autónoma y estar muy adelantada a su generación.
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No es la muerte lo que temo, sino el morir. Mamá siempre decía: «Lo malo es como dejar este mundo, y no que haya que dejarlo». Basta ya, hay personas que han sufrido mucho más que yo. Y sin embargo la vida ha sido bella. |
Es duro ser madre. El otro día leí en un libro: «El amor de madre siempre es un amor infeliz». Yo también he tenido ocasión de comprobarlo…
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La leyenda de Sleepy Hollow es un relato corto de terror y romanticismo, se desarrolla en los alrededores de...