El arte de tener razón

Los pocos capaces de juzgar se ven obligados a callar: y a quienes les está permitido hablar son aquellos que son totalmente incapaces de tener opiniones propias y un juicio propio, que no son más que el mero eco de opiniones ajenas.

Nada le importa al hombre más que la satisfacción de su vanidad y ninguna herida le duele más que cuando se golpea esta.

Son muy pocos los que pueden pensar, pero todos quieren tener opiniones: ¿qué otra cosa cabe hacer entonces sino tomarlas de otros, ya del todo listas, en vez de forjarlas por sí mismos? Siendo así las cosas, ¿de qué vale la voz de cien millones de personas?

Son borregos que siguen al manso allí donde los lleve: les resulta más fácil morir que pensar.

La gente es muy pronta a la risa, y uno tiene de su parte a los que ríen.

El verdadero honor no puede ser herido por lo que uno sufra, sino únicamente por lo que uno haga, pues a cualquiera puede ocurrirle cualquier cosa.

El que sale vencedor de una discusión muchas veces no se lo debe a la corrección de su facultad de juzgar al exponer su tesis, sino más bien a la astucia y habilidad con las que la defiende.

La vanidad innata, especialmente susceptible en lo tocante a las capacidades intelectuales, se niega a admitir que lo que hemos empezado exponiendo resulte ser falso y cierto lo expuesto por el adversario.