María lloraba en silencio y miraba hacía el suelo. -Sos increíblemente cruel- pudo decir, al fin. |
María lloraba en silencio y miraba hacía el suelo. -Sos increíblemente cruel- pudo decir, al fin. |
El mar estaba ahí, permanente y rabioso. Mi llanto de entonces, inútil; también inútiles mis esperas en la playa solitaria, mirando tenazmente el mar.
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El mundo había sido, hace unos instantes, un caos de objetos y seres inútiles.
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Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne.
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Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal [...] y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome [...] pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado [...] Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.
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Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro.
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[...] y toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.
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Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a ella como una figura silenciosa e intocable...No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían [...]
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Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.
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Fue una espera interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte.
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Como agua para chocolate