Al final, a nadie le importaba en realidad quienes eran o como habían acabado en Whitechapel
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Al final, a nadie le importaba en realidad quienes eran o como habían acabado en Whitechapel
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Espero que las páginas sirvan para conocer sus historias y devolverles la dignidad que se les arranco tan brutalmente
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Se las ha solido despreciar, pero eran hijas que lloraron por sus madres; jóvenes que se enamoraron; mujeres que sufrieron partos y padecieron las muertes de sus padres; chicas que rieron y celebraron la Navidad. Se pelearon con sus hermanos, lloraron, soñaron, se sintieron heridas, disfrutaron de sus pequeños triunfos.
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Las cartas estaba en contra de Polly, de Annie, de Elizabeth, de Kate de y Mary Jane desde el día que nacieron. Empezaron sus vidas de manera deficitaria. No solo la mayoría había nacido en familias de clase trabajadora, sino que habían nacido mujeres.
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La mujer borracha era considerada una abominación que permitía «hacer salir a la superficie sus inclinaciones más brutales y repulsivas», que «se abandona a la sensualidad y que […] se vuelve asexuada en sus modales».2 Perversamente, era el autorreconocimiento de su desgracia lo que hacía que la «mujer embriagada» siguiera bebiendo «para ahogar su vergüenza». Aunque sus transgresiones pudieran no ser de naturaleza sexual, la sociedad victoriana mezclaba a la mujer rota con la mujer caída
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Miriam escribe que su hermana les había dicho que «siempre se mantendría apartada de nuestro camino», pero que «tenía que conseguir la bebida, la necesitaba». Finalmente, Annie, como otros muchos adictos, escogió una vida sin aquellos a los que amaba, solo para poder beber.
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En el siglo XIX, para muchos, separarse era como una «muerte en vida». La ley sancionaba la ruptura de una pareja casada, pero no permitía que siguieran adelante con sus vidas. Y es que cualquier relación futura siempre se consideraría adúltera, y cualquier hijo nacido de tales uniones se tomaría por ilegítimo
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La culpabilidad no importaba; si una mujer dejaba a su marido, era porque había fracasado. Una esposa decente «debía ser permanente e incorruptiblemente buena; instintiva, sabia» y no solo por medio del «desarrollo personal, sino de la renuncia». Su deber era «no dejar de estar al lado de su marido».5 Su obligación como madre consistía en no renunciar ni abandonar a sus hijos. Dejar la casa familiar la convertía en alguien inadecuado, inmoral, un espécimen de feminidad rota.
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En su carta de condiciones, George Peabody establecía solo un puñado de estipulaciones respecto a quién podría beneficiarse de su nuevo modelo de alojamiento social. Además de ser londinenses «de nacimiento o residencia», también exigía «que el individuo sea pobre, tenga carácter moral y sea un buen miembro de la sociedad». «Nadie —declaraba más adelante— deberá ser excluido por razones de creencias religiosas o tendencias políticas.» Los Edificios Peabody serían casas para todo el mundo.
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Durante más de ciento treinta años hemos aceptado el polvoriento paquete que se nos entregó. Rara vez nos hemos aventurado a mirar dentro o a retirar el grueso envoltorio que nos ha impedido conocer a esas mujeres o sus auténticas historias.
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¿Quién es el autor/la autora de Episodios Nacionales?