He necesitado treinta años para comprender cómo la enfermedad de mi padre me convirtió en un enfermo. En un enfermo imaginario, quiero decir. Ese añadido, ese calificativo, es lo dramático. Porque, salvo en muy puntuales ocasiones, yo he sido y soy una persona con una salud excelente aquejada de monstruosos padecimientos de índole psicosomática. El clima global de mi vida, su metáfora dominante, ha sido la enfermedad. Abducido por una mala salud ajena, esclavizado por un vademécum de prevenciones ante el hecho de estar vivo, culminé la infancia, superé la adolescencia, recorrí la juventud y penetré en la madurez escoltado por una hipocondría severa y una obsesión feroz por los avatares de mi salud. La enfermedad ha sido mi destino. Mi país. Mi bandera.