Acaricié la tierra que me daba ojos nuevos, visiones que solo veía yo. Sabía cuánto duele el aviso de los cuerpos robados
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Acaricié la tierra que me daba ojos nuevos, visiones que solo veía yo. Sabía cuánto duele el aviso de los cuerpos robados
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Guardo en pesadillas el sonido de ese lugar, un desperdicio de dolor y pestilencia
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Todos me habían hablado de la belleza de esas islas, de la vegetación, de lo inmenso del río. Pero a mí el lugar me olía a encierro. A agua estancada.
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Empezaba a ver que los que buscan a una persona tienen algo, una marca cerca de los ojos, de la boca, la mezcla de dolor, de bronca, de fuerza, de espera, hecha cuerpo. Algo roto, en donde vive el que no vuelve.
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Solo el dolor parece no morir nunca.
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Se quedó abrazándome un rato largo. No me podía mover ni decir nada. Tampoco quería. Así todo estaba perfecto. El abrazo me curaba el cuerpo. Ya no me dolía el estómago ni la cabeza. No tenía miedo. Nada.
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Empezaba a ver que los que buscan a una persona tienen algo, una marca cerca de los ojos, de la boca, la mezcla de dolor, de bronca, de fuerza, de espera, hecha cuerpo. Algo roto, en donde vive el que no vuelve.
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Después empecé a comer tierra por otros que querían hablar. Otros, que ya se fueron.
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Se quedó abrazándome un rato largo. No me podía mover ni decir nada. Tampoco quería. Así todo estaba perfecto. El abrazo me curaba el cuerpo. Ya no me dolía el estómago ni la cabeza. No tenía miedo. Nada.
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Cerré los ojos, sintiendo cómo la tierra se calentaba, cómo me quemaba adentro, y volví a comer un poco más. La tierra era el veneno necesario para viajar hasta el cuerpo de María y yo tenía que llegar.
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Como agua para chocolate