Si el pelo me sigue creciendo—pensé—, voy a ser yo también planta salvaje de pierna fuerte, hija del laurel.
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Si el pelo me sigue creciendo—pensé—, voy a ser yo también planta salvaje de pierna fuerte, hija del laurel.
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Todos me habían hablado de la belleza de esas islas, de la vegetación, de lo inmenso del río. Pero a mí el lugar me olía a encierro. A agua estancada.
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La lluvia era una cortina hermosa.
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Empezaba a ver que los que buscan a una persona tienen algo, una marca cerca de los ojos, de la boca, la mezcla de dolor, de bronca, de fuerza, de espera, hecha cuerpo. Algo roto, en donde vive el que no vuelve.
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Solo el dolor parece no morir nunca.
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Se quedó abrazándome un rato largo. No me podía mover ni decir nada. Tampoco quería. Así todo estaba perfecto. El abrazo me curaba el cuerpo. Ya no me dolía el estómago ni la cabeza. No tenía miedo. Nada.
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Cerré los ojos, sintiendo cómo la tierra se calentaba, cómo me quemaba adentro, y volví a comer un poco más. La tierra era el veneno necesario para viajar hasta el cuerpo de María y yo tenía que llegar.
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Me dio pena. No sé si por ella, o por lo que le habían hecho a María, o por mi mamá, o por la Florensia, o por la novia del Walter, o por mí. Lástima de todas juntas. Una tristeza enorme.
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Acaricié la tierra que me daba ojos nuevos, visiones que solo veía yo. Sabía cuánto duele el aviso de los cuerpos robados
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Acaricié la tierra, cerré el puño y levanté en mi mano la llave que abría la puerta por la que se habían ido María y tantas chicas, ellas sí hijas queridas de la carne de otra mujer.
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Como agua para chocolate