Acaricié la tierra, cerré el puño y levanté en mi mano la llave que abría la puerta por la que se habían ido María y tantas chicas, ellas sí hijas queridas de la carne de otra mujer.
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Acaricié la tierra, cerré el puño y levanté en mi mano la llave que abría la puerta por la que se habían ido María y tantas chicas, ellas sí hijas queridas de la carne de otra mujer.
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Me agaché entre las plantas, corrí las hojas enormes, y dejé la botella con las otras para que le hicieran compañía. Había muchas azules. Ningún azul era igual a otro, ninguna tierra tenía el gusto de la tierra de otra botella. No se extraña a un hijo, un hermano, una madre o un amigo igual que a otro.
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Odiaba las manchas. Odiaba el alcohol derramado sobre el suelo y que en el suelo de mi casa cayeran lágrimas por un amigo muerto.
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Lápidas, como si alguien pudiera mandarle una carta a sus muertos.
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No solo el amor acelera el ritmo cardíaco, también la música.
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Me dio pena. No sé si por ella, o por lo que le habían hecho a María, o por mi mamá, o por la Florensia, o por la novia del Walter, o por mí. Lástima de todas juntas. Una tristeza enorme.
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Si el pelo me sigue creciendo—pensé—, voy a ser yo también planta salvaje de pierna fuerte, hija del laurel.
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La lluvia era una cortina hermosa.
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A veces sentía el peso de todas las botellas juntas que iban trasformando mi casa en lo que siempre había odiado ,un cementerio de gente que no conocía,un depósito de tierra que hablaba de cuerpos que nunca había visto.
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Acaricié la tierra que me daba ojos nuevos, visiones que solo veía yo. Sabía cuánto duele el aviso de los cuerpos robados
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Como agua para chocolate