Todos los seres vivos de la Tierra están unidos por una misma cuerda.
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Todos los seres vivos de la Tierra están unidos por una misma cuerda.
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En estos tiempos, nos interesa cada vez más encontrar herramientas de reciprocidad con los elementos para sanar las heridas de la Tierra, pero estamos confrontados a unas palabras que con demasiada frecuencia la rechazan (y actos que la contradicen). Nos cuesta dar cabida a todas las vidas en el complicado tema de las condiciones de existencia.
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Sospecho que el miedo al fin del mundo es también el miedo a un exceso de horizontalidad: adiós a todo modelado, todo se ha vuelto liso. Nos movemos en un mundo aplastado, demasiado plano, pues nada nos retiene del todo, habitamos una plataforma sin asperezas.
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Digamos por el momento que nadie exige de los científicos sensibilizados que bufen con un jaguar, chillen con el águila, parloteen con un pingüino, ronroneen con un tigre, ni canten con una orca. Bastaría con que empezaran por pegarse a las piedras como si fueran líquenes para oír mejor las voces subterráneas que lloran por las heridas que les infligimos y ofrecieran relatos alternativos. La Tierra ya no nos sonríe cuando tratamos de descifrar sus sobresaltos de ayer y sus enfados de hoy. Debemos reanudar nuestra relación con un gesto inicial: cuidar en lugar de herir. Al devolverle a la Tierra su sonrisa estaríamos devolviendo los pétalos a la flor.
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Si hasta el liquen murmura, el copo de nieve vibra y el viento ulula, no tenemos más que limitarnos a utilizar nuestras frecuencias sin comernos las del resto de seres vivos. Pero para tomar asiento en la orquesta de la Tierra, debemos aprender de nuevo a esperar.
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Y no obstante, pese a la imperfección del lenguaje, pese a sus fallos, la función de las palabras es también consolar. Recuperar una experiencia y comunicarla, transmitirla. No existen otras alternativas para resolver el problema de la separación. Es, me parece, una vocación esencial de la literatura -y del arte en general, sin duda, de todos los lenguajes artísticos- intentar vincularnos con experiencias concretas, en apariencia lejanas o extranjeras. [...] El lenguaje contiene, pues, una enorme paradoja: es síntoma de ruptura y herramienta de sutura.
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Cuando estamos en la naturaleza, ya sea contra una pared o bajo el agua, somos esencialmente cuerpos que dan y reciben las caricias de los elementos.
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¿No cabría concluir que las superficie de la Tierra están ligadas a las profundidades? ¿Que lo alto y lo bajo se entrelazan y que el vals de los seres vivos es general? Cuando las montañas bailan, incluso las rocas viven.
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Tenemos que volver a educar nuestro sentido del oído. Está muy adormecido. Peor aún, esclavizado por la vista que selecciona y completamente anestesiado por los entornos cacofónicos en los que la mayoría vivimos. Por eso solo oímos los sonidos que vemos.
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Ya hay quienes no ven en la Tierra un cuerno de la abundancia, sino un frágil milagro que debemos preservar.
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¿Con qué frase empieza esta novela?