Siempre había sabido lo peligroso que era el fuego, la asombrosa facilidad con que se propagaba, subiendo veloz por los muros y las zanjas. La chispa saltaba cono una pulga, y luego las llamas podían recorrer kilómetros y kilómetros impulsadas por la brisa. Así que más valia vijilar la chispa, pasándola con cuidado de una generación a otra como una antorcha olímpica. O quizá se tratara más bien de salvaguardarla celosamente como recuerdo del bien que anida en el ser humano: una llama eterna que nunca debía quemar nada. Controlada. Dominada. Felizmente cautiva. Lo fundamental era evitar el incendio.