A fuerza de pensar lo mismo cada vez que pasaba ante la casa y que sus ojos se encontraban con los de la joven, a Okada empezó a resultarle familiar "la mujer de la ventana". Dos semanas después, al pasar ante ella, en un gesto instintivo, se descubrió y se inclinó. El pálido rostro de la mujer se tiñó repentinamente de púrpura y su melancólica sonrisa se tornó luminosa. Desde aquel día, cada tarde, Okada saludó al pasar a la mujer de la ventana.
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