No habíamos experimentado ningún gozo, sino pena, viendo a Viena deshecha y a los alemanes doblegados; no compasión sino una pena más profunda que se confundía con nuestra propia miseria, con la sensación pesada, inminente, de un mal irreparable y definitivo, omnipresente, anidado como una gangrena en las viscera de Europa y del mundo, simiente de futuros males.
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