A fuerza de palabras

La quise para que me diera un hijo; fui yo quien se burló de ella, de sus caricias y de sus palabras amorosas pronunciadas con voz más y más queda a medida que transcurre el tiempo, débil voz de mujer enamorada y buena.

Porque aunque ellas dijeron: Llora si quieres, no lloré en aquella ocasión porque mi dolor era para llorarlo a solas en mi cuarto, frente a las cosas que eran mías nada más. No lloré. Me estaba haciendo grande, era ya casi un hombre y un hombre no llora delante de sus tías, pero no porque había dejado de ser el niño que fui hasta el día en que murió mi madre, sino porque ellas debían ignorar mi tristeza, mis ganas de llorar.

La luna grande, círculo perfecto, lámpara eterna colgada del cielo para iluminar la noche nuestra de cada día. Entonces resultaba muy fácil hablar de amor mientras mirábamos la luna. Ella en silencio y yo desbordando palabras cursis porque a todo hombre le llega el momento de hablar como le hablaba a ella.

Mi madre allí, simplemente. Ni una palabra. Apenas un extraño gesto en el lapso que transcurre durante un lento, minúsculo, inconmensurable abrir y cerrar de ojos. Parpadeo que nada significa, gesto que no me impulsó a abrazarla, a recitarle el poema del diez de mayo, a decirle tantas cosas que le pude decir en aquel momento único tan difícilmente conquistado. Mi madre allí, simplemente.

Me reí de ellas mientras lloraba con los puños cerrados de dolor y de rabia. Después nada más dolor. De ese dolor que ya no tiene odio; dolor de niño, de adolescente, de joven y de hombre que sigue siendo niño porque nunca recibió el cariño de su madre bienaventurada por toda la eternidad.

Sus manos y mis manos enlazadas en un instante detenido para siempre a pesar de lo que después ocurrió y que transformó nuevamente en fantasía aquellos meses demasiado felices para ser realidad.

Era hermosa, delgadita y alta, hermosa. Lo fue seguramente desde su infancia, pero lo era más ahora por el encanto de su sonrisa, por su mirada brillante, porque era hermosa y me sabía escuchar con interés, sin osar interrumpirme, dejando que deslizara el tren de mis palabras hasta llegar al final del viaje donde me aguardaba Isabel, nacida para oír la historia de mi niñez y fortalecer mi voluntad. Ella fortaleció mi voluntad imprimiendo nuevos ánimos a mi fe quebrantada por una infancia triste y una adolescencia inútil que ella me invitó a olvidar.

Mujer de ojos tan grandes como tristes y cara larga y triste también; pero más tristes los ojos que la cara

Así como le digo transcurrió mi infancia y mi juventud, encerrado en la biblioteca cuyos libros, herencia de mi padre, debería leer para informarme de las porquerías seudocientíficas, ilustradas con diagramas obscenos y con dibujos indecentes de las vergüenzas de la mujer y de las vergüenzas del hombre, con que se explica detalladamente el acto de lujuria mediante el cual la criatura humana, culpable, ha conseguido perpetuar la especie.

Tal vez usted no lo comprenda porque no está acostumbrado a oír hablar de asuntos de conciencia tan íntimos que todos deberíamos olvidar. Pero no se olvidan, compréndalo. Los llevamos dentro, en la sangre, cosidos a la piel, untados como un barniz de mugre a nuestra cáscara.