El mundo se vuelve sencillo

Si pudiera ser creyente, querría serlo sin dudarlo. Y si quisiera ser creyente lo sería: al fin y al cabo, me pregunto si no es el objetivo principal de la religión, proporcionar unas pautas de conducta muy marcadas, satisfacer la búsqueda desesperada de una cierta sensación de control.

[...] la facilidad con la que las cosas que un día fueron importantes se vuelven memoria blanda me provoca una angustia que solo sabría aliviar con la purga posterior a una comida grasienta, pesada y sin gracia: una pizza precocinada, con textura de chicle, devorada directamente del envase y sin ningún golpe de horno; un bote de salsa carbonara industrial engullido con avidez, la boca directamente al vidrio; una croqueta congelada sin descongelar, con el crack-crack del hielo pegajoso que recubre el sucedáneo de pan rallado y que todavía está frío cuando el estómago la expulsa.

En cierta forma, ser mayor debe ser esto: prescindir de la reprimenda de los demás, alcanzar la autarquía en materia de amonestaciones.

Es en estas manifestaciones colectivas donde mi individualidad se erige como un síntoma débil e impostado de superioridad moral; la garantía de algún tipo de originalidad que me atribuyo y que no es más que el eufemismo con el que intento esquivar la sombra de la soledad y el aislamiento que me han acompañado a menudo y que he deseado solo a veces y solo según cómo.

Perder el control es, por tanto, como flirtear con el abismo; obsesionarse con el control, en cambio, sería como hacerse jaque mate a uno mismo.