—¿Murió intestado?
—Dejó una carta con sus últimas recomendaciones.
—¿No hablaba de mí?
—No. ¿Por qué?
—Porque soy su hijo.
—No eres el único. Además, nunca te reconoció.
César había pronunciado estas palabras sin ánimo de ofender. Para él era tan natural el comportamiento de su hermano que no se preocupaba siquiera por encontrarle un atenuante, una disculpa. Pero si se hubiera vuelto a ver tras de sí habría encontrado el rostro de Ernesto con una marca purpúrea como si acabaran de abofetearlo. Todo él, temblando de cólera, no podía contradecir la aseveración de César porque lo que había dicho era la verdad. No, no era cierto que perteneciera a la casa de los señores. Erneesto no era más que un bastardo del que su padre se avergonzaba.