Narváez fusilando españoles, tarea fácil y eficaz a que se consagró desde el primer día de mando. Lo que él decía: «Voy a introducir grandes mejoras en el orden administrativo, a fomentar el trabajo agrícola, industrial y científico, a dar a España una vida y un ser nuevos; mas para esto necesito que esté sosegada, pues sin orden, ¿qué reformas, ni qué civilización, ni qué niño muerto? Lo primero es el orden, lo primero es hacer país...». Esta frase ha quedado desde entonces como una formulilla en los amanerados entendimientos: siempre que entraban en el Poder estos o aquellos hombres se encontraban el país deshecho, y unos gobernando detestablemente, otros conspirando a maravilla, lo deshacían más de lo que estaba. Narváez vio quizás más claro que sus sucesores y hacía país por eliminación, no creando lo bueno, sino destruyendo lo malo y corrupto, con la mira de que al fin quedase lo único sano y servible, que era él solo, rodeado de serviles adeptos. Ello es que a unos porque se sublevaban, a otros porque hacían pinitos para echarse a la calle, el hombre iba quitando de en medio gente dañosa; y tanta fue su diligencia, que a fines del 44 ya iban despachados cuatrocientos catorce individuos. Esto era una delicia, y así nos íbamos purificando, así continuábamos la magna obra de Cabrera y de otros cabecillas de la guerra civil que tiraban a la extinción de la raza, persiguiéndola y acabándola como a las pulgas, cucarachas y ratones. Creyérase que las mujeres eran demasiado fecundas y que España se poblaba de hombres con exceso, llegando a ser tantos que no cabían en el suelo patrio. Sólo así se explica que los políticos continuaran la selección iniciada por los guerrilleros, reduciendo el personal vivo al número de bocas que estrictamente correspondían a la escasa comida que aquí tenemos.
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