África es un océano.
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África es un océano.
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Yo viajo a África para explicar que una niña congolesa se ata bolsas de plástico en los pies porque no tiene zapatos. Para intentar entender que en el Congo la gente no mata por salvajismo, mata por interés. Por el poder. Como en cualquier parte del mundo. Y para contar también que hay gente que no mata. Personas anónimas que, cuando todo se hunde a su alrededor, deciden proteger a los suyos, arriesgarse a ayudar al vecino y aceptar que pueden morir en el intento. Personas que, cuando el mundo se va al infierno, eligen tener el valor de ser seres humanos. Hay millones de personas así en África.
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Desde siempre, el fundamentalismo religioso ha aprovechado la mecha de pólvora que forman la pobreza, la desesperanza y el analfabetismo.
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No es solo que en África la concepción del tiempo sea diferente al reloj estricto de Europa, es también una cuestión de actitud. A diferencia del Viejo Continente, donde el optimismo se basa en la lógica o la razón —uno es optimista porque hay motivos para serlo—, el optimismo africano nace del deseo. Por eso a veces es un optimismo kamikaze, que pacta compromisos improbables o mantiene esperanzas imposibles.
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