El libro vacío. Los años falsos de Josefina Vicens
¿Cómo iba yo a saber que la acumulación de esos “mañana" que ni siquiera distinguía, y que sin notarlo ya eran “hoy” y "ayer", harían pasar no sólo el tiempo, sino mi tiempo, el único mío?
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El libro vacío. Los años falsos de Josefina Vicens
¿Cómo iba yo a saber que la acumulación de esos “mañana" que ni siquiera distinguía, y que sin notarlo ya eran “hoy” y "ayer", harían pasar no sólo el tiempo, sino mi tiempo, el único mío?
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El libro vacío. Los años falsos de Josefina Vicens
(…) porque el tiempo ya pasó. Antes, cuando aún no pasaba, yo no sabía que pasa tan rápidamente que ni siquiera lo sentimos, ni que después, cuando empezamos a notar su paso, es que ha pasado ya. Es muy difícil, realmente. Queda uno atrapado por los acontecimientos del corazón, del instinto, de la esperanza; luego por los deberes, por la casa, por los hijos. No sabe uno, no siente cuál es el día exacto en que debe poner una marca o hacer un tajo hondo y cambiar el rumbo, pese a todos los vientos. |
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Le pregunté, por decir algo, si ella nunca soñaba. –A veces. Pero siempre con cosas que puedan convertirse en realidad. |
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Mi vida se desliza tranquila. Yo la agito a veces, ¿artificialmente?, con esta lucha entre el escribir y el no escribir. En ocasiones pienso que el hacerlo proviene de que es el único medio del que dispongo para no olvidarme de mí mismo por completo; que tal vez mi empeño en consignar los sucesos más importantes de mi vida tenga por objeto reconciliarme un poco con ella y descubrir que no ha sido tan mediocre.
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Esto me hizo entender que un suceso, una pregunta, una meditación, puede modificar las que suponíamos firmes conclusiones, y que la única verdad es la que resulta de todas a las que vamos llegando durante nuestra vida. Es decir, que nada es fijo ni permanece inmóvil en el trémulo corazón del hombre.
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¿Podría ver en mi cuaderno todo lo que no digo y todo el dolor que me causa el no poder decirlo? Está vacío, lo sé muy bien, no dice nada. Pero yo sé, yo únicamente, que ese vacío está lleno de mí mismo. Esto no lo puedo explicar en otra forma y es imposible exigir o esperar que alguien escuche lo que no he podido decir nunca, a pesar de mis esfuerzos.
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VERDADERAMENTE no sé qué sería del hombre si no tuviera dentro de sí, escondidos, superpuestos, sumergidos, adyacentes, provisionales, otros muchos hombres que no sólo no destruyen su personalidad, sino que la constituyen al ampliarla, repetirla y hacerla posible de adaptación a las más variadas circunstancias de la vida.
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No; a él no debo enseñarle nunca lo que escribo, aunque alguna vez expresara su deseo de leerlo. Él no debe enterarse de que la vida puede atraparnos e ir estrechando día a día los amplios caminos que soñábamos recorrer. Él no debe saber que los sueños de los veinte años pueden seguir siéndolo toda la vida (…)
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En rigor, es de tu realidad de lo único que puedes hablar. Y si de ella no te es posible extraer lo que requieres para un libro distinto y trascendente, renuncia a tu sueño. Y si no puedes dejar de escribir, continúa haciéndolo en este cuaderno y luego en otro, y en otro, siempre secretamente, hasta el día de tu muerte.
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Pero igual que el castigo mayor, la memoria puede ser también el más tibio refugio y la más suntuosa riqueza del hombre.
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Y en realidad casi no la recuerdo. Lo que no he olvidado ni olvidaré jamás es mi desesperado amor por ella. No sé si esto equivale a seguir amándola. Tal vez.
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Es difícil, imposible casi, explicar lo que sentí esa noche cuando cerró la puerta que nunca más volvería a abrirse para mí, porque yo así lo había determinado. No sé si al morirse, el cuerpo quede tan vacío de uno, tan ausente de todo recuerdo, que no sienta algo, aunque sea una reminiscencia vaguísima del temor, en el momento en que la tierra cae sobre él. Si lo siente, puedo decir que eso era lo que yo experimentaba frente a su puerta cerrada, ante la cual me quedé no sé cuánto tiempo.
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Pero ¿cómo no iba yo a ir, como los marineros, a que me grabaran en la piel, para siempre, el nombre de mi primer amor? Felizmente, sólo pude pagar una inicial. De haber tenido dinero entonces, ahora luciría su nombre y apellido, encerrados en un gran corazón. En este corazón que ya no recuerda completo aquel nombre que pronunciaba en la noche, secretamente, como un turbio pecado.
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Pero la sensación que experimenté me hizo comprender que sólo en el cuerpo del ser profunda y largamente amado no percibimos el paso del tiempo, y que el envejecer juntos es una forma de no envejecer. La diaria mirada tiene un ritmo lento y piadoso. La persona que vive a nuestro lado siempre está situada en el tiempo más cercano: ayer, hoy, mañana, y a estas distancias mínimas no pueden verse, no se ven, los efectos de los años.
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Habría yo podido hablar de cómo me asfixia la tranquila, metódica, acompasada repetición de mis actos y de cómo me avergüenza y oprime el conocimiento de mí mismo y la convicción de que jamás tendré el valor de dar la espalda a esa estabilidad, a ese pequeño orden en que vivo y hago vivir a mi familia.
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Tal vez me hubiera dicho que tenía prisa, que tenía que irse; pero tal vez me hubiera preguntado qué era lo que me pasaba. Y yo hubiera escogido, para ayudarlo a ayudarme, mis penas sencillas. No quiero decir las más pequeñas, sino las más fáciles de entender. |
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Sin embargo, siento que la fraternidad, el amor, no pueden prepararse; que suceden simplemente y que deben tener la inminencia y la fluidez de un suceso común en el que se participa con naturalidad.
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¿Por qué, con qué derecho elijo y decido ocupar el sitio privilegiado, el del que da, y coloco al otro en el del que recibe?
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¿Qué sentido tiene para un hombre, uno solo, para un hombre destruido, lastimado, atrapado en quién sabe qué problemas y torturas, el concepto abstracto, ampuloso, demasiado amplio, de que todos los seres humanos deben acercarse, hablarse, quererse? Tal vez llegue a entender eso algún día, tal vez. Pero el conducto, el canal fácil para llegar a esa verdad mayor, tiene que ser de su tamaño; y la medida de un hombre es otro hombre. Por eso, las palabras que se le dirijan deben ser exclusivas y dedicadas; el nombre que se pronuncie debe ser el suyo, y el camino debe ser tan angosto y tan recto que inevitablemente provoque el encuentro aun cuando cada uno lo recorra en opuesta dirección.
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Sentí que debía abrazarlo y decirle que no sufriera, que no estaba solo, que yo era su amigo; que vivíamos en el mismo planeta, en la misma época, en el mismo país; que ahora estábamos los dos en el mismo parque, en la misma banca; que los seres humanos deben hablarse, sentirse, quererse; que todo hombre que pasa junto a nosotros representa una ocasión de compañía y de calor y que la indiferencia y el desdén de unos a otros es un pecado, el peor de los pecados.
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Gregorio Samsa es un ...