Una Trilogía Palestina de
Gasán Kanafani
Diez años habían pasado, diez años en los que no hiciste otra cosa más que esperar.
Tuviste que esperar diez largos años de miseria para darte cuenta de que perdiste todo: tus árboles, tu casa, tu juventud, tu aldea… En ese tiempo, los demás siguieron su camino, mientras que tú te quedaste como un perro viejo, sentado sobre las patas traseras y metido en un tugurio. ¿Qué es lo que esperabas entonces? ¿Que la fortuna te cayera del cielo sin moverte de tu casa? ¿Tu casa? ¿Pero desde cuándo es tu casa? Un hombre generoso te dijo un día: “Ven a vivir aquí.” Eso es todo. Y después de un año, te pidió que le cedieras la mitad de la habitación. De pronto, te encontraste con gente extraña bajo el mismo techo, con solo una andrajosa cortina de harpillera, de por medio. Pero seguiste allí como un perro viejo sentado sobre las patas traseras hasta que llegó Sa’ad y te sacudió como él que bate leche para hacer mantequilla.
- Si consigues llegar al Chott, pasar a Koweit no es difícil. Basora está llena de “pasadores”. Te pasarán clandestinamente a través del desierto. ¡Por qué no te vas!
La mujer escuchaba en silencio mirando ora a uno, ora a otro y después volvía a mecer al niño.
- Es una aventura que Dios sabe cómo terminará.
- ¿Qué Dios sabe cómo terminará? ¡Ah! ¡Ah! ¡qué Dios sabe cómo terminará!
Después se volvió hacia la mujer.
- ¿Has oído lo que ha dicho tu marido? ¡Que Dios sabe cómo terminará!
- ¡Cómo si la vida fuera un manjar! ¿Por qué no se aventura como los demás? ¿O es que acaso se cree mejor?
Ella no levantaba la vista y él deseaba que no lo hiciera. El otro seguía perorando.
- ¿Te gusta la vida que llevas aquí? ¡Hace diez años que vives como un mendigo! ¡Vergüenza habría que darte! ¿Y tu hijo Kais, ¿cuándo va a volver de la escuela? Y el último crecerá, ¿cómo lo vas a mirar a la cara si no has…?
- ¡Ya está bien, basta!
- No, no basta, ¡vergüenza habría de darte! Tienes a tu cargo una familia. ¿Por qué no te vas?
Mirándola a ella:
- Y tú, ¿qué dices?
La mujer permanecía silenciosa. El pensaba para sus adentros: “mañana, el pequeño crecerá…”
- El camino es largo y ya soy viejo. No puedo irme como vosotros. Podría encontrar la muerte…
Se hizo el silencio en la habitación. La mujer aún mecía al niño. Sa’ad dejó de insistir, pero su voz, terca, obstinada, tenaz, le martillaba en el cerebro y lo sentía a punto de estallar:
- ¿La muerte? ¡Vamos! ¿Quién te dijo que eso no era mejor que la vida que llevas? Hace diez años que esperas volver junto a los diez olivos que tenías en el pueblo… Tu pueblo, ¡eh!
Se volvió a su mujer:
- ¿Qué piensas tú, Um Kais?
Ella lo miró y contestó en un susurro:
- Lo que tú pienses.
- Podremos volver a mandar a Kais a la escuela.
- Sí.
- Podremos comprar uno o dos pies de olivo.
- Claro que sí.
- Y hasta quizás podamos construir una habitación en algún sitio…
- Sí.
- Si consigo llegar, si llego…
La miró. Sabía que estaba a punto de echarse a llorar:
El labio inferior le temblaba ligeramente y después, una lágrima, una sola, se le hinchaba poco a poco hasta caerle sobre la mejilla morena y arrugada. Quiso decir algo, pero no pudo. También las lágrimas asomaron a sus ojos. Sentía un nudo en la garganta…
Un nudo como el que le apretaba cuando entró en la tienda del hombre gordo que hacía pasar a los clandestinos desde Basora a Koweit. Allí, estaba delante de él con todo el peso de la esperanza y la humillación a cuestas, sobre sus hombros de anciano. Era tan absoluto el silencio que hasta vibraba.
- El viaje es difícil. Te lo advierto. Serán quince dinares.
- ¿Me aseguras que llegaré sano y salvo?
- ¡Claro que llegarás sano y salvo! Pero lo pasarás algo mal, ¡sabes! Estamos en agosto, hace mucho calor y en el desierto no hay sombra. Pero llegarás.
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